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Perros sueltos

Afectados por el síndrome, cada quien hace lo que le conviene y deja cabos sueltos para acomodar beneficios o avanzar intereses.

Semana.Com
8 de abril de 2016

El “síndrome del perro suelto” lo padecemos especialmente en Colombia.

Estoy hablando de un mal que no diferencia entre empresarios, obreros, funcionarios públicos, delincuentes o amas de casa. Se evidencia en poblaciones de clima cálido, desértico, lluvioso  y en el frío bogotano se agrava; no respeta condición física, edad ni situación económica o grado de educación.

El nombre del síndrome lo logré por uno de esos eventos fortuitos que iluminan el entendimiento. Todo pasó en el parque por el que corro: apareció una señora con su perro, al que soltó de la correa justo en ese espacio público donde debe estar controlado (los del CAI no ven ni oyen: chatean… ladran echados). Lo dejó a su aire; ella tan tranquila, con la correa en mano y gesto de ama y señora del animal: todo bajo control. 

Nada de eso. El perro voló a pelear con otro, que sí estaba con correa. Atravesó la zona infantil donde un niño aprendía equilibrio sobre una bici sin pedales. Lo asustó, la mamá saltó a protegerlo, pero el animal ya estaba sobre el otro perro, que daba brincos para zafarlo mientras su dueña gritaba tratando de separarlos. Pero la señora del perro suelto, impávida simplemente lo llamaba: “Messi… Messi…”, una orden sorda, desganada que el perro no obedeció.

¿De qué se trata el síndrome del perro suelto? Es básicamente un conjunto de características conductuales que evidencian graves trastornos de responsabilidad individual y grupal, que desencadenan situaciones que afectan la vida de los demás, generando caos, corrupción, violencia. Es decir, el  importaculismo como forma de interacción porque, además, no tiene consecuencias: “Es mi perro, yo lo suelto donde quiera;  lo conozco y controlo. Además, tengo derecho”, para de allí pasar a la lavada de manos total con el “¿usted qué quiere que yo haga?”, que es la otra cara de la moneda del “¿usted no sabe quién soy yo?”.

Afectados por el síndrome, cada quien hace lo que le conviene y deja cabos sueltos para acomodar beneficios o avanzar intereses. Por ejemplo, la venta de carros y cupos blindados por parte de la administración del Congreso:  cero seguimiento  de estas fieras que vagan por las calles con blindaje oficial para mover platas raras. Le sucede también al ELN con los frentes que deja por ahí, sin correa, “Calarcá… Calarcá… come, sitz!”,  para que secuestren o cobren la libertad a cuotas.

Lo padecen también instituciones como el ICBF, que cambia los términos y condiciones para mejorar pero deja desamarrados a un pocotón de contratistas para que pasen por encima de los niños. Sí, muchos alegatos mediáticos, pero a la hora del bozal y la rienda cortica, pocón. Menos aún si se trata de tener correa para frenar los intereses políticos regionales.  “Oneida… Oneida, venga y le pongo su collar bonito… haga caso”.   

El síndrome del perro suelto, como tantas enfermedades de esta sociedad, se multiplica  sin aviso. Ahí está en el asesinato de líderes sociales por parte de las bandas criminales, verdaderas jaurías dispuestas a todo para mantener sus beneficios. No hay autoridad que los ataje de verdad: las ven reproducirse en cruces inimaginables,  pariendo cachorros locales inmunes a  todo.

Ahora, constatar que los miembros de los carteles del papel, pañales y azúcar  tienen este síndrome como común denominador  es todavía más preocupante: ya no solo los dejan sueltos, sino que sus dueños o jefes voltean la cara para no ver la forma como estos perros abusan en manada, roen el hueso de la necesidad  y le dan  tarascazos al más desprevenido e inocente.  Eso da mucha rabia.