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¿El exdirector del FBI sabía demasiado?

Quizá las fechas y los nombres de los protagonistas del escándalo Watergate son lo único que lo diferencian de la historia actual en la que Trump se dirige al abismo.

Gonzalo Guillén, Gonzalo Guillén
18 de mayo de 2017

Los mafiosos suelen justificar los asesinatos “indispensables” con la única razón convincente que les cabe en la cabeza: “sabía demasiado”. Y el sueño actual de los periodistas más acuciosos en los Estados Unidos está concentrado en averiguar si el despido del director del FBI James Comey obedeció a ese tipo de motivación por parte del presidente Donald Trump. En un trino, antes de hacer público el descabezamiento, advirtió, en un lenguaje más adecuado para Vito Corleone: "Será mejor para Comey que no haya grabaciones de nuestras conversaciones antes de que las empiece a filtrar a la prensa". Este campanazo amenazante despertó con avidez en todo el país la curiosidad por encontrar los registros de lo que hablaron a solas y –de entrada– la organización de hackers WikiLeaks dispuso una bolsa de US$ 100.000 para quien se los entregue.

¿Qué pueden contener las grabaciones que han alcanzado de entrada ese precio de base? Sin la menor duda, deben referirse a lo que Trump y Coney hablaron acerca de la investigación que el FBI lleva sobre los nexos que existieron entre la campaña del actual presidente y la inteligencia rusa para manipular los resultados de la última elección presidencial, en la que perdió la favorita Hillary Clinton.

Debe existir otra grabación de la reunión privada, de enero pasado, en la que –según informó The New York Times– Trump le pidió a Coney jurarle lealtad, pero este último se negó y, en cambio, le ofreció su honestidad. Este pedido no debe entenderse como el de un simple jefe a su subalterno en el folclorismo de un gobierno latinoamericano o en una empresa privada. El FBI –Buró Federal de Investigaciones–, es el principal brazo investigativo del Departamento de Justicia de los Estados Unidos para combatir el crimen y su director tiene garantizada plena autonomía durante los 10 años para los que es designado en el cargo. No le debe lealtad más que al rigor y la pulcritud con las que le corresponde hacer su trabajo.
El intento por tomar control del jefe del FBI respecto de las pesquisas sobre la intromisión rusa –en la que Trump y su campaña están señalados como posibles cómplices– puede constituir el delito de obstrucción a la justica y ser causal suficiente para un “impeachment” (acusación judicial) en un juicio que termine sacándolo de la Casa Blanca.

El episodio de Coney y las circunstancias oscuras que lo envuelven han despertado el enfado vehemente y creciente no solo de los demócratas sino también entre los propios republicanos (el bando político de Trump), caracterizados defensores a todo trance de las agencias de inteligencia estadounidenses. “El presidente Trump es peligroso”, sentenció el senador demócrata por Illinois Richard Durbin. De su lado, el también senador republicano John McCain se declaró “preocupado” por el despido y pidió una investigación al respecto que arroje claridad sobre si Trump ha grabado secretamente a otros funcionarios y qué sabía exactamente de la investigación del FBI sobre Rusia y las elecciones cuando botó a su director.

El descrédito en el que ha caído el destemplado y violento multimillonario Donald Trump, agravado por el hecho de que su familia y sus empresas se están valiendo de recursos públicos para hacer negocios particulares alrededor del mundo, hacen aumentar la cantidad de veces en que cada día los estadounidenses se preguntan cuánto tiempo falta para que el presidente sea destituido o forzado a renunciar.

Trump –tiburón despiadado en los negocios, que ignora el funcionamiento, la historia, la esencia y las características de los poderes y contrapoderes de la administración pública y la democracia– escasamente goza de autonomía relativamente plena para usar el poderío militar de su país en el extranjero y ha encontrado ahí la manera fácil de tapar temporalmente sus propias vergüenzas con el viejo truco de lanzar ataques –la mayor parte de las veces desproporcionados, inútiles pero siempre provocadores– como “la madre de todas las bombas” que soltó sobre Afganistán o la confrontación nuclear que está buscando sostener contra la tiranía irresponsable de Corea del Norte, con lo cual podría incendiar el Asia y darle paso a una guerra mundial. Sería un precio muy alto para ocultar o congelar las razones que, de todas maneras, creo, llevarán a Trump a dejar la presidencia con indignidad.

Por ahora, Trump está dedicado a maniobrar en forma obsesiva para evitar que Coney hable con la prensa o le entregue por debajo de la mesa informaciones que convertirían en un caldero infernal su ya incierta permanencia en la Casa Blanca.

La vida política de los Estados Unidos comienza a entrabarse y a girar alrededor del escándalo del despido del director del FBI, la investigación que Trump intentó manipular y la intromisión rusa en las elecciones: la expresión democrática más apreciada, admirada y confiable de los estadounidenses.

La prensa, otro pilar de la libertad, no ha bajado la cabeza en esta encrucijada, como sí lo hace por regla general el periodismo latinoamericano. Se ha empeñado en honrar su misión de vigilar al poder y acaba de revelar, comenzando por The Washington Post –con reconfirmación posterior de The New York Times- que la semana pasada Trump le reveló información estratégica altamente clasificada al ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguéi Lavrov, y al embajador de Moscú en Washington, Serguéi Kislyak. Les entregó secretos de seguridad provenientes de Israel que Estados Unidos no había compartido ni con sus más entrañables aliados.

La vida de este país vuelve a concentrase en las claves de unas grabaciones desconocidas y crece el enardecimiento en el estado de ánimo de la política, como en los años 70, por cuenta de otras grabaciones y el robo de documentos en el complejo de oficinas Watergate, de Washington D. C., donde estaba la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata. El gobierno de Richard Nixon encubrió a los responsables y le opuso resistencia a una investigación del Congreso; sobrevino una honda crisis institucional y el Presidente se desplomó sin remedio. Fue una historia sobre la que hoy apenas haría falta cambiar las fechas y los nombres de los protagonistas porque el final de ambas, creo yo, será el mismo.