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POR QUE NO FUI A PEREIRA

La "tusa", esa condición terrible de estar enamorado pero con despecho, loco pero sin ser correspondido, se hizo para espíritus fuertes, capaces de resistirlo todo.

Semana
10 de diciembre de 1990

Poniendo en práctica la idea más original y poética que se le haya ocurrido a colombiano alguno, en Pereira acaban de celebrar el Encuentgro Nacional de Despechados.

A lo largo de los dos días que duraron los festejos -si es que puede llamarse "festejo" a esa celebración- corrieron cantidades fluviales de lágrimas furtivas, cartas adoloridas, canciones de tristeza, pesadumbres y melancolías. Y aguardiente, como es obvio.

Hasta tuvieron los organizadores del certamen pereirano la feliz ocurrencia de instalar, en plena calle, un "muro de las lamentaciones", en el cual los enamorados confesaron sus cuitas y dejaron escritos los mensajes que salían de lo más profundo de sus almas.

Una vez concluido el evento, cuando la gente apenas estaba durmiendo el guayabo y cantando sus penas, un ladrón anónimo se robó el muro con su maravillosa colección de frases, pesares y verdades. Reconozco que, si hubiera ido a Pereira, yo hubiera sentido la tentación de hacer lo mismo: me habría robado el muro.

En consecuencia, ahora estoy en el deber de explicar por qué no fui a Pereira, a pesar de la amable y obligante invitación que me extendieron los responsables del encuentro.

Soy hombre de amores felices. Desde cuando conocí a la mujer de mi vida, hace ya varios años, no he vuelto a sentir contrariedades sentimentales. Canto en voz baja al despertarme y le doy gracias a Dios todas las noches. Siento, cada día que una flor roja me renace en el centro del corazón. De manera, pues, que mi presencia en el acontecimiento de Pereira hubiera sido falsa. Una hipocresía. Me habría sentido como mosca en leche. Como un esquirol. Como un traidor. Como una cucaracha colada en un baile de gallinas. Como un aguafiestas.

Admito, sin embargo, que no siempre he sido tan feliz y que la vida me ha dado unos terribles garrotazos en materia de amoríos. Pero ahora nos hemos decretado una tregua el corazón y yo. Estamos en época de amnistía.

Cuando yo era joven, muy joven, me enamoré locamente. Andaba por la casa medio zurumbático, como si estuviera en las nubes, perdido y con la boca abierta, distraído, sonámbulo, hasta el punto de que mi madre pensó que tenía lombrices y me hizo tragar una jarra de leche de papaya.

Sufrí mucho. Sudaba copiosamente cuando lograba conciliar el sueño y me pasaba la vida escribiendo cartas de amor que ni siquiera mandaba. Por la tardecita, cuando iba cayendo la noche, sacaba un taburete al corredor de la calle para oír las canciones tristongas de Olimpo Cárdenas y Lucho Bowen, que ponían en la tiendecita del Kico Manjarrés. El tocadiscos era tan viejo que, para hacerlo funcionar, era menester darle al tocadiscos con el dedo. Unas veces sonaba la música muy lenta y otras muy rápida, pero nada de eso me importaba: la velocidad es un problema de física, no de amorios.
Hasta el día en que descubrí que la muchachita de mis sueños ni siquiera se había enterado de mis sentimientos. Era la novia de otro. Lloré a solas en el baño y, en la desesperación de aquella cosa tan maluca que me estaba dando, me comía los pedazos de cal que arrancaba a arañazos de las paredes. Me sangraron las uñas.

Ahora me acuerdo de aquellos tiempos y me río con la dejadez de la nostalgia. Tengo ganas, siguiendo el ejemplo de Pereira, de organizar su contraparte, el Primer Encuentro Nacional de Amores Correspondidos. La música sería, por obligación, interpretada al piano por el maestro Agustín Lara y unos cuantos boleros de Jaime Rudecindo Echavarría, especialmente "Cuando voy por la calle".

Lo malo es que la felicidad no tiene buena prensa, como el despecho. La felicidad es un poco aburrida, monótona, y el desamor, en cambio, es emocionante. La felicidad no produce lágrimas, a menos que sean de dicha, sino sonrisas.

Los buenos amores no son un recurso literario valioso. Lo que seduce a la gente -masoquista que es uno- no es la alegría, sino el dolor. Shakespeare sería otra cosa, muy distinta, si los legendarios amantes de Verona se hubieran podido amar sin contratiempos, y hubieran, tenido hijos y una vejez feliz.

La contradicción del espíritu humano, precisamente, consiste en eso: en buscar la felicidad pero en disfrutar las desdichas. La "tusa", esa condición terrible de estar enamorado pero con despecho, loco pero sin ser correspondido, se hizo para espíritus fuertes, sólidos, para armazones capaces de resistirlo todo.

De modo, pues, que me dio pena ir de turista a Pereira. A esas cosas tan serias se va con el corazón hecho jirones o no se va. Uno no puede creer que en el Encuentro Nacional de Despechados hay unos que miran y otros que sufren. Así no vale. Porque con la "tusa" ajena no se juega.. .

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