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Los ‘nobelistas’ degradados

No es un secreto que el Nobel de Literatura no sólo se limita a premiar a quienes no se lo merecen, sino también a ignorar a aquellos que deberían ser laureados.

18 de octubre de 2013

Cuando en octubre de 1989 se divulgó la noticia de  que a Camilo José Cela se le había otorgado el premio Nobel de Literatura, el primero en reaccionar fue el poeta Rafael Alberti, un compatriota suyo que, sin medir palabras, aseguró: “Es el peor escritor que ha dado nuestra lengua y quizá cualquier otra”. Alguien, tal vez el mismo Cela, dijo después para un medio de comunicación que Alberti era “un perro rabioso que jamás sería nominado para ese premio”.

Creo, sin temor a equivocación, que este poeta fresco, impertinente, descomplicado y que era considerado por un gran número de críticos y lectores del mundo como uno de los herejes más grandes que han dado las letras españolas, merecía mucho  más el Nobel que el autor de “La familia de Pascual Duarte”, una novela considerada por el porteño Alberti como una “pérdida considerable de papel y tiempo”.  

Antonio Panesso escribió por entonces en El Espectador -a raíz del río de comentarios que suscitó  la concesión del premio al novelista español- una polémica columna que llevaba por título ‘Temas de nuestro tiempo’. En esta decía, entre otras cosas, que “el  aventurismo y la herejía [de Alberti] no son elementos estrictamente literarios pero atraen más la atención de los jurados del Nobel,  que en materia literaria se han desviado siempre de los ‘valores estéticos’ […], esa misteriosa afinidad que tenemos con el arte y que no suele coincidir en las diferentes personas ni culturas”.

Por lo menos en lo correspondiente a los de Paz y Literatura, las razones por las que se otorgan han dejado siempre un manto de duda y un mar de comentarios desobligantes de críticos o admiradores de un escritor u otro, de un personaje público cuyos actos han llevado a la reconciliación de un grupo social en particular o de una organización sin ánimo de lucro cuyas políticas es salvar vidas sin importar el color de la piel, la afiliación política o tendencia religiosa. La dura reacción de Alberti fue motivada al parecer por una noticia que circuló simultáneamente con la del premio y que recibió menos interés por parte de algunos diarios de Europa y América: el jurado que concedió el Nobel a Cela nunca se puso de acuerdo, se desintegró antes de la firma del acta final y el autor de ‘La colmena’ se convirtió así en el quinto español en recibir esa ‘dudosa distinción’. 

No obstante, las ironías del premio Nobel van más allá de esta simple anécdota, pues en 1945 la lista de los aspirantes al galardón de literatura incluía figuras como las de William Faulkner, Herman Hesse, André Gide y Benedetto Groce. Aun así, por alguna razón que debe estar consignada en los archivos secretos de la academia sueca, uno de los miembros que conformaba el jurado tropezó con los versos de una poetisa que solo había ‘publicado clandestinamente’ en su país. El hombre, al parecer, se enamoró de los poemas, los tradujo a su idioma y trató de convencer al resto de sus colegas.

¿Qué pasó a lo largo de los meses de deliberación que finalizó con la entrega del afamado premio? No se sabe. Lo único cierto fue que en octubre de 1945, la prensa del planeta divulgó la noticia: Gabriela Mistral, una oscura maestra de escuela, desconocida en el ámbito de las letras latinoamericanas, le habían otorgado el premio Nobel de Literatura.

No es un secreto para nadie que el  Nobel no sólo se limita a premiar a quienes no se lo merecen, sino también a ignorar a aquellos que deberían ser laureados y cuyas obras han influido considerablemente en la  formación de cientos de escritores de los cinco continentes. Quizá el caso más relevante de este tejemaneje lo encarne el argentino Jorge Luis Borges, considerado por algunos críticos -al lado de Cervantes y García Márquez- como el más grande escritor que han dado las letras hispanoamericanas. 

Recuérdese que en 1976 el poeta y cuentista gaucho figuraba en la lista como el más seguro ganador de ese premio. Tanto así que un diario británico, que anualmente abre su abanico para apostadores, no dudó en asegurar, dos meses antes de la concesión,  que el argentino no tenía rival de peso. Sin embargo, unos días antes del fallo se coló en los periódicos del mundo una noticia: el general Pinochet había recibido en la Casa de la Moneda al gran poeta y le había otorgado una condecoración. 

Misteriosamente, cuenta García Márquez en una de sus cuatro columnas tituladas ‘El fantasma del premio Nobel’, el nombre del argentino fue borrado del listado. Ya viejo y enfermo, con un pie sobre la tumba, la Academia Sueca seguía sometiéndolo a la angustia del galardón, postulándolo cada año, alborotando con su designación el avispero de las apuestas, pero negándoselo al final.

Hasta el año de 1980,  sólo diez de los 65 laureados con el Nobel de Literatura seguían vivos y muy pocos lectores, o casi ninguno,  se acordaba de sus nombres. No obstante, un ‘irlandés nostálgico’ cuya obra había sobrevivido al paso del tiempo y había ejercido una vasta influencia sobre los novelistas europeos en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, y que fue el punto de partida para los jóvenes escritores que surgieron después de la Segunda Gran Guerra, pasó inadvertido por las caprichosas manos de los academistas suecos.

En cuanto al premio Nobel de Paz, sus intenciones  -desde hace ya varias décadas- parecieran estar más cercanas a los hechos políticos que a los actos de paz. Para la muestra un botón: en el 2009, la más segura ganadora del premio era la señora Sima Samar, una activista de 56 años que ha dedicado toda su vida a defender los derechos de la mujer en zonas de conflicto y quien lidera la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán. 

En esa lucha por dignificar a la mujer, ha recibido todo tipo de amenazas de los grupos extremistas de su patria, motivo por el que ha tenido que abandonar su tierra en varias oportunidades. Asimismo, ha construido escuelas y provisto de centros de salud a miles de afganos, superando incluso las obras realizadas  por su gobierno. Sin embargo, ese año el comité que concede el premio se lo otorgó a Barack Obama, quien desde que asumió la presidencia de los Estados Unidos ha hecho más por fomentar la guerra que por consolidar la paz del planeta.

Con respecto a lo anterior, el desaparecido columnista de El Espectador, Antonio Panesso, afirmó: “Estos premios son arbitrarios desde un principio, por el temperamento extraño de [Alfred] Nobel, un fabricante de dinamita que quiso expiar su complicidad con la violencia”, pues “el premio, en sus distintas categorías, ha venido convirtiéndose en un nido de rencillas entre los aspirantes, aun en ciencias puras”.

En literatura, los desaciertos del Nobel han sido mayores que sus aciertos, pues iluminaron con el premio obras sombrías y hoy olvidadas por el gran público como las de Jacinto Benavente, Gabriela Mistral, Camilo José Cela, Joseph Brodsky y Seamus Heaney, entre otros. Sin embargo, el capricho de unos tozudos les llevó a dejar por fuera verdaderos clásicos de la novelística universal del siglo XX como Kafka, Joyce, Tolstoi, Proust, Cortázar, Fuentes, Rulfo, Virginia Woolf, Conrad, Pavese, Miller y Capote. 

Me atrevería a asegurar que si Cervantes se levantará de su tumba y escribiera la mejor obra de todos los tiempos, los académicos suecos lo meterían en la baraja de candidatos sólo para ignorarlo. Asimismo, no dudo de que el alcalaíno los mandaría a comer mierda aunque le doliera en el estómago el millón de dólares. Creo que esa actitud desobligante le faltó a Borges. Habría muerto con las botas puestas, ya que su figura, sin duda alguna, es más grande y abarcante que la proyectada por el politizado premio.

*Docente Universidad Tecnológica de Bolívar.

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