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Nuevas narrativas

La guerra, que para muchos fue algo que se libró en el monte, terminó afectando en las ciudades, haciéndonos más desconfiados, más severos y más infinitamente frágiles.

Sebastián Díaz López
31 de julio de 2017

¿Por qué es tan difícil imaginar un país distinto? La terminación del conflicto con las Farc está ligada a lo que somos los colombianos, tanto en lo más personal (la mezquindad, la intolerancia, el arribismo, la generosidad) como en lo colectivo. ¿Qué tanto nos identificamos como nación? ¿Qué nos une y qué no? Lo cierto es que somos diferencia y, por tanto, es imposible vivir sin conflictos. La imperfección y la codicia bombardean continuamente el existir imposibilitando la paz. Pero por doloroso que suene es necesario que así suceda: sin conflicto no hay sabiduría.

La democracia es el trámite de la diferencia. El ejemplo más claro y contundente es Sudáfrica, un país que fue capaz de imaginar un futuro distinto al que padeció. ¿Qué hizo posible que una nación tan dividida le pusiera fin al pasado de violencia? Luego del apartheid los sudafricanos recuperaron imaginarios y convirtieron en referente la idea “Yo soy porque tú eres”, una narrativa que se convirtió en el eje fundamental que les permitió reimaginarse las relaciones sociales y llevó a la idea de que Sudáfrica podía convertirse en una nación arco iris, esto es, una nación construida a partir de las diferencias. La diversidad es hoy su gran fortaleza. La han convertido en parte esencial de la identidad nacional.

Aquí en cambio lo diverso se agrupa entre sí para atacar en masa. Nos matamos entre unos y otros con tal de no aceptar al diverso (ideológica, religiosa, racial, sexualmente o de clase). Podríamos colaborarnos para salir juntos adelante, pero nos cuesta demasiado reconocer al que tenemos al lado. Colombia es un archipiélago de miles de islas donde habitan mundos paralelos, cada pueblo con su propia historia, identidad y narrativa. La guerra, que para muchos fue algo que se libró en el monte, terminó afectando en las ciudades, haciéndonos más desconfiados, más severos y más infinitamente frágiles (y, por tanto, necesitados de una voz en quien confiar, así sepamos que esa voz está equivocada).

Esta semana estuve en un evento organizado por la Oficina del Alto Comisionado para la Paz llamado ‘Un, dos, tres... ¡Contemos una nueva historia!’ acompañando a líderes sociales de los 32 departamentos que buscan construir las nuevas narrativas del conflicto en tiempos de paz. Oí testimonios terribles sobre hornos crematorios, violaciones (en ambos sexos), decapitaciones. Pero también historias de esperanza y de luz. Ahí estaban ellos, más de 100 personas que representan a otras miles que creen que el país tiene futuro más allá de la retórica del odio, la mezquindad y la exclusión con que buscan aferrarse los poderosos.

¿Por qué el país urbano se niega a conocer el horror y la tragedia que se vivió en el campo y la manera como toda esta gente le hizo frente con una impresionante capacidad de resiliencia? ¿Acaso por fragilidad? ¿Acaso por carecer de la valentía de todos estos que enfrentaron el miedo en la realidad y no apenas en el discurso? Ellos, que lo vivieron y salieron más fuertes, tienen fe en el futuro.

Nos hemos despojado de nuestra propia responsabilidad en esta guerra y hay que reivindicar la vergüenza por culpar a los otros, a las víctimas. El conflicto es de todos: este país tenemos que reconstruirlo entre todos. ¿Por qué negarnos una nueva oportunidad sobre la tierra como las estirpes condenadas a mil años de soledad?

@sanchezbaute