Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

¿Prohibir el aborto?

La Iglesia no protesta cuando el Estado de manera legítima da de baja a enemigos de la sociedad, lo que nos prueba que la vida es un valor social relativo.

Semana
13 de noviembre de 2010

No podría ser más inoportuna e improcedente la propuesta del nuevo director del Partido Conservador y de algunos jerarcas de la Iglesia católica en el sentido de volver a penalizar el aborto en todas las circunstancias. Sería un retroceso enorme que nos pondría en contravía de la tendencia general de todos los países civilizados, con mayorías católicas o no. Por el contrario, lo que habría que verse es cómo se hace más flexible la legislación actual para que responda de mejor manera a las enormes realidades sociales y de salud pública involucradas en el difícil tema del aborto.

No sobra recordarlo. En Europa el aborto es legal, con las excepciones de la pequeña isla de Malta e Irlanda. En la mayoría de los países (incluidos los muy católicos España e Italia), el aborto es libre hasta las 12 semanas de embarazo, aunque en Inglaterra lo es hasta las 24 semanas, y en Chipre, hasta las 28. En unos países a la mujer que lo solicita solo se le exige una semana de reflexión; en otros, aceptar la asistencia psicológica, y en otros, manifestar que se está en una situación de angustia. Cumplido cualquiera de estos requisitos, el sistema de seguridad social le brinda a la mujer todas las garantías de salubridad para tener un aborto seguro. Claro, simultáneamente el Estado realiza extensos programas de educación sexual, sobre todo entre adolescentes, y facilita un acceso amplio a programas de planificación familiar.

Pero, aún así, nadie está exento de un embarazo no deseado. Lo corrobora el hecho de que en Europa la más alta frecuencia de abortos no es entre adolescentes sino en mujeres mayores. Para cualquier mujer, un aborto es algo tremendamente traumático y a nadie se le ocurriría adoptarlo como método permanente de planificación familiar. Pero en Europa el 'accidente' que provoca un embarazo no deseado no da origen a la tragedia que en nuestro medio significa para la mujer el tener que recurrir a abortos clandestinos en condiciones de insalubridad que ponen en riesgo inminente su propia vida. O a la tragedia de los niños indeseados que generan vidas desgraciadas de padres e hijos, como tampoco al extendido y crítico problema del maltrato infantil, que entre nosotros alcanza niveles de epidemia y de barbarie. Según el Dane, en Colombia los abortos clandestinos causan el 16 por ciento de las muertes obstétricas y es la tercera causa de mortalidad materna. Esto se explica porque el 22 por ciento de las mujeres entre 15 y 55 años en algún momento han tenido que recurrir a abortos clandestinos inducidos, lo que significa que cada año una de cada 30 mujeres se realiza un aborto. Esto permite hablar de al menos 200.000 abortos al año, de los cuales solo una minoría es legal, cobijada por las tres restrictivas causales permitidas hoy por nuestra legislación, y de que la inmensa mayoría son clandestinos porque no clasifican en esas causales. Aun así, hay que decir que en la utilización del aborto nuestras mujeres están muy por debajo de la media internacional, que es más alta. Pero nadie, ni aquí ni allá, aborta por gusto, sino por necesidad.

Este es un enorme problema de salud pública que no se resuelve con discusiones teológicas y metafísicas sobre el momento del origen de la vida, ni con discursos sofísticos sobre la vida como un valor absoluto, intocable y sagrado. No lo es ni lo ha sido: la Iglesia católica no solo quemó vivos a miles de herejes en la hoguera e impulsó las cruzadas para matar infieles, sino que hoy tampoco protesta cuando el Estado, de manera legítima y como último recurso, da de baja a centenares y miles de enemigos violentos de la sociedad. Por ejemplo, nadie escuchó la condena de la Iglesia católica al bombardeo a la guarida del Mono Jojoy. Además, la sola existencia legal de ejércitos, con capellanes católicos que bendicen armas y soldados que se preparan para la guerra, o sea, para matar legítimamente por defender la libertad o la soberanía nacional cuando sea necesario, nos prueba que la vida es un valor social relativo, que se vuelve absoluto solo cuando se trata de defender un dogma religioso, como el rechazo al aborto.

Finalmente, un punto que sobra cuando se menciona y cuando no, hace falta: el aborto no es obligatorio. Las mujeres católicas que así lo crean están en su derecho de no abortar jamás, y eso es muy respetable. Pero el Estado y la sociedad deben dar la posibilidad de hacerlo a quienes piensan distinto. Hacer de todo pecado religioso un delito ha llevado a la humanidad a momentos de crueldad, barbarie e intolerancia, ya casi superados. Casi, porque aún hay quienes se resisten a salir del Medioevo y admiran en secreto a los talibanes. Ellos no pasarán.

Noticias Destacadas