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Protesta de ricos

En las protestas uno no ve a las reales víctimas de la política del FMI, sean pastores de Somalia o mineros de Chile

Antonio Caballero
22 de mayo de 2000

Protestaron en Washington 15.000 ó 20.000 personas contra el Fondo Monetario Internacional y contra el Banco Mundial, y hubo que echarles los perros. O en fin, la policía: esos policías disfrazados de perros de presa que hay ahora. Ya habían protestado los mismos en Seattle, hace dos meses, contra la Organización Mundial del Comercio. Y antes también en Da-vos, en los Alpes suizos, contra una de esas reuniones de los países ricos que se convocan, como los concilios de obispos del medioevo, para dictar la ortodoxia: lo conforme a la doctrina, que ya no es teológica, sino económica. Doctrina es lo que mandan los doctores. Los ricos.

Pero también los que protestan son ricos. Relativamente ricos, al menos: en las protestas de Seattle o de Washington no ve uno a las verdaderas víctimas de la ortodoxia económica del FMI, sean pastores trashumantes de Somalia o mineros chilenos del cobre. Y en las montañas de Suiza no se ha vuelto a ver un pobre por lo menos desde los tiempos de Guillermo Tell: no los dejan entrar. Los que van a protestar a esos centros globales de la riqueza son niños ricos de los países ricos. La prensa los llama “ecologistas”, o, más amenazadoramente, “anarquistas”. Y el presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn, se queja de que protesten:

—Es desmoralizador —dice— que haya una movilización como esta por la justicia social, cuando eso es exactamente lo que nosotros hacemos.

Y el portavoz de la asamblea del FMI en Washington le hace eco:

—Para ayudar a los pobres estamos nosotros.

A lo mejor lo creen sinceramente. Y, en cierto modo, es cierto. En las marchas de Davos, de Seattle o de Washington no participan esas esqueléticas mujeres etíopes de la más reciente hambruna que, por lo visto, prefieren esperar inmóviles ante las cámaras de la televisión a que el FMI o alguien por el estilo les reparta un puñado de arroz o unas migajas de torta de casabe. Y sus hijos, colgados de un pezón reseco, tampoco protestan. Ni siquiera parpadean para espantar las moscas que les inundan los ojos abiertos y las fosas nasales. La mejor demostración de que la doctrina económica dictada por el Banco Mundial y el FMI favorece a los pobres es que los pobres no protestan.

Y sin embargo la cosa es más compleja. Si los pobres no viajan a Washington o a Davos para protestar es porque a) no les dan visa, b) no tienen con qué, y c) sus energías les alcanzan apenas para esperar inmóviles ante las cámaras de la televisión un mendrugo de algo, aunque sea de película. Pero además los pobres, cuando su hambre inmediata no llega a los extremos de la esquelética mujer etíope y de su hijo, que es apenas un saquito de huesos tapizado de moscas, también protestan. Protestan localmente, en sus propios países pobres. Eso fue lo de Bolivia en estos días. Protestan contra sus autoridades locales, que no hacen otra cosa que aplicar la doctrina del BM y del FMI, doctrina que consiste en subir, como en Bolivia, el precio del agua, o, como en Etiopía, el precio de la torta de casabe. Y las autoridades locales ahogan entonces la protesta con las armas que para eso les han comprado a los países ricos gracias a un empréstito del FMI o del BM. Porque, aunque sea dudoso eso de que estos organismos ayudan a los pobres, la verdad es que ayudan a las autoridades de los países pobres.

Y es por eso que son los niños ricos de los países ricos —los “anarquistas”, como los llama la prensa; los “ecologistas”, como los llama la prensa— los que tienen que salir a protestar en Seattle o Washington en nombre de los pobres.