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ALFREDO RANGEL

Protestas y desgobierno

Las protestas sociales, los bloqueos de carreteras, los enfrentamientos con la fuerza pública y el desabastecimiento se han vuelto pan de cada día.

Alfredo Rangel, Alfredo Rangel
20 de julio de 2013

Definitivamente al Gobierno se le salió de las manos el control del orden público. Las protestas sociales, los bloqueos de carreteras, los enfrentamientos con la fuerza pública, el desabastecimiento se han vuelto pan de cada día en muchas zonas del país. A la crisis irresuelta de Catatumbo se suma ahora la de los pequeños mineros, y se avecinan protestas de los cafeteros, los lecheros, los arroceros y otros sectores del agro colombiano. Y el Gobierno presencia estupefacto e impotente cómo se difunde las vías de hecho como forma de presión para alcanzar reivindicaciones sociales… o para presionar decisiones políticas.

En todas esas protestas sociales hay aspiraciones legítimas y válidas. En algunas, como en Catatumbo, se adicionan artificialmente banderas que no son reivindicaciones de los habitantes sino de grupos organizados que obedecen a directrices de la guerrilla. Pero el Gobierno ha decidido descalificar el conjunto de las protestas con el argumento vago de que todas ellas son objeto de manipulaciones políticas, electorales y de grupos armados. No es así, y es necesario diferenciar para no satanizar a todos por igual.

Es el caso de la pequeña minería. De un solo jalón Santos señaló de criminales a todos los pequeños mineros del país al sentenciar que “no dialogará con delincuentes”. Miles y miles de familias que durante muchos años han vivido de la minería, y otras tantas que han tenido que recurrir a ella como último recurso de subsistencia ante la quiebra de sus parcelas agrícolas, han quedado estigmatizadas como delincuentes, nada menos que por el presidente de la República. Es una sindicación aberrante que justamente ha exaltado los ánimos de quienes participan en la protesta. El hecho de que los mineros sean informales y sus explotaciones no llenen todos los requisitos legales, no los convierte automáticamente en criminales, señor Santos. Por el contrario, muchos de ellos son víctimas de las bandas criminales (bacrim), guerrillas y mafias, que les expolian mediante la extorsión violenta parte del magro producto de sus inclementes esfuerzos. Ahora el presidente los revictimiza al convertirlos en delincuentes.

Dicho sea de paso, en esa injusticia también hay una incoherencia evidente, pues si el Gobierno dice que no dialoga con delincuentes… ¿qué hace dialogando con las FARC en La Habana? ¿Acaso no son ellos los peores delincuentes, culpables de miles de crímenes atroces y de lesa humanidad? ¿Y acaso esos diálogos no se realizan en medio de la continuación de todas sus acciones criminales contra el Estado y contra la sociedad? Quien menos autoridad moral tiene hoy para condenar las vías de hecho como forma de presión es precisamente un gobierno que ha aceptado dialogar con los peores delincuentes en medio de las bombas y el terror. El mal ejemplo cunde y quien menos debe quejarse es justamente quien lo da. Si el Gobierno condicionara la continuación de esos diálogos inútiles a la suspensión del terrorismo, tal vez recuperaría la autoridad moral para exigir a quienes protestan que no utilicen las vías de hecho para presionar.

El Gobierno ha sido totalmente incapaz de avanzar en el complejo proceso de formalización y legalización de la pequeña y la mediana minería, pero, paradójicamente, ha resuelto castigar su propia ineficacia condenando a los mineros a la destrucción expedita de su maquinaria, por la vía de un decreto que viola flagrantemente el debido proceso y la presunción de inocencia, lo que convierte a la Policía en fiscal y juez autorizado para actuar inmediata, sumariamente y sin apelación en contra de los bienes de los mineros. Junto con el tema de los títulos mineros y la formalización, el exabrupto de este decreto ha sido el punto de toque que ha dado origen a las protestas de los mineros.

De otra parte, la crisis del Catatumbo no parece tener fin, después de que la indolencia gubernamental la ha dejado desbordar a niveles inmanejables. Por allá pasaron tardíamente ministros, viceministros y consejeros haciendo –como su jefe, el mal ejemplo cunde– promesas de miles y miles de millones de pesos, sin resultado alguno. La última carta ha sido el vicepresidente Angelino Garzón, quien en su impotencia tuvo la desafortunada idea de proponer un plebiscito regional para levantar los bloqueos de las vías. O sea, un plebiscito para ver si en esa región del país se cumplen o no la ley y la Constitución.

Para desmontarse de su propia responsabilidad, el Gobierno y sus áulicos no se cansan de decir que lo del Catatumbo no es culpa suya, sino de gobiernos anteriores. Hay que recordar que durante el mandato de Uribe no hubo ni un solo paro en esa zona, que el presidente la visitó personalmente al menos 14 veces, que de 15 hectáreas de coca se bajó a mil, que se sembraron allí 20.000 hectáreas de palma de aceite cuyos socios propietarios son 2.000 familias campesinas, que se multiplicaron las familias guardabosques, que se avanzó en la infraestructura; adicionalmente, se desmovilizaron los paramilitares de la zona y se debilitó significativamente la guerrilla, lo que mejoró la seguridad.

En fin, producto de la constante presencia estatal, de los programas de desarrollo y del ejercicio de la autoridad, las gentes del Catatumbo sentían que la situación estaba mejorando, aun en medio de sus necesidades. Ahora sólo sienten abandono, desidia y deterioro de sus condiciones de existencia. Es la diferencia entre un gobierno cercano y eficiente, y un gobierno distante, ajeno e ineficaz. Es la diferencia entre la cohesión social resultante del uno, y la anomia y el caos producto del otro.

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