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Protestas

El mundo está incendiado con protestas violentas, respuesta que no se esperaban los populismos de izquierda o de derecha, que pone a prueba a cualquier líder político y cuestiona la autoridad.

Poly Martínez, Poly Martínez
17 de octubre de 2019

Hay protestas por todo el mundo. En simultánea. Y hay mucha rabia que va explotando por ahí, a la tapada o de frente, pero siempre violenta, entre desesperada y soberbia. 

Los que saben de récords afirman que estos han sido los meses de mayores movilizaciones en la historia reciente. En todos lados hay alguna marcha, barricada o lata con gas lacrimógeno disparada contra manifestantes y que vuela de vuelta contra la policía. 

Ayer, otra marcha en Bogotá, que empezó como pacífica antesala al paro nacional de la próxima semana y terminó en agresiones. Barcelona cerró el día con más protestas, organizadas por el Tsunami Democrátic, plataforma digital clave en estos tres días de violentas protestas. Hasta la prensa salió golpeada, para muchos un cuarto poder amangualado con los otros tres y cada vez menos representativa del interés general. 

Miles de kilómetros más acá, los estudiantes chilenos convocaron a otra “evasión masiva” en contra del alza de los pasajes del metro: los carabineros no pudieron controlar a cientos de jóvenes que ayer se tomaron violentamente las estaciones, destruyendo los puntos de acceso y evadiendo todo pago o control.   

Esta semana también le tocó el turno a Varsovia por cuenta de una ley que presentó el gobierno y avanza en el Parlamento con el apoyo mayoritario de la derecha furibunda: ésta prohíbe la educación sexual a menores de edad y castiga con cinco años de prisión a quien decida dictar esta materia.  ¡Plop!

Al otro lado del planeta, en Yakarta, un movimiento liderado por jóvenes, no por partidos, está en la calle metiéndole presión al gobierno para que retire una ley que modifica la independencia de la prestigiosa agencia anticorrupción, efectiva y respetada en un país de poca transparencia. 

Pero, además, protestan por la modificación que el gobierno indonesio está haciéndole al código criminal: manda a la cárcel a quien insulte al presidente y sanciona a la persona que tenga relaciones sexuales extramaritales; e incluye un capítulo que criminaliza las marchas de opositores a las grandes firmas mineras, controladas por las élites locales (espero no estar dándole ideas a ninguna autoridad colombiana). 

En Buenos Aires marchan contra Macri y sus políticas económicas, como sucede en Quito con Moreno. En Moscú, contra la detención de encarcelados durante marchas opositoras al gobierno de Putin. En Haití queman llantas y prenden las calles por cuenta del desabastecimiento de comida, gasolina y energía eléctrica, mientras millones en el primer mundo marchan para exigir medidas que detengan el cambio climático, a favor de las energías renovables y del agro sostenible, no depredador. 

Los egipcios llevan un mes retando la prohibición del gobierno a todo tipo de manifestación: insisten en pedir cambios a las políticas económicas que tienen en la pobreza a una tercera parte de los 97 millones de habitantes de Egipto.  Al cierre de esta columna, los 48.000 trabajadores de General Motos estaban llegando a un acuerdo con los directivos de la inmensa compañía gringa, tras 2000 millones de dólares de pérdida.

Como es evidente, no todo en este mundo se explica por cuenta del castrochavismo. Y queda claro que en todos estos puntos del planeta, como sucede en París –47 semanas de protestas de los “chalecos amarillos” (giletes jaunes)- y en Hong Kong (cuatro meses de encontrones y creciente violencia), hay rabia acumulada, frustración ante los cambios que no llegan, los beneficios que se esfuman por cuenta de la corrupción o las decisiones políticas que toman pocos para limitar los derechos de muchos. 

Esta violencia es la respuesta que no se esperaban los populismos de izquierda o de derecha; que pone a prueba a cualquier líder político y cuestiona la autoridad (la respuesta policial es similar en todas partes y en todo lado va perdiendo terreno). Tiene cara joven y movilidad ágil porque sabe usar las redes. 

Tal vez los ciudadanos que durante un buen tiempo pensaron que las indignaciones en Tweeter o las reflexiones en Facebook iban a cambiar el rumbo del poder, han visto que hay que salirse de las redes y pisar la calle. El mundo virtual ha sido una plaza pública entretenida, informativa y de apariencia democrática, pero ignorada por los políticos y poderosos. 

La calle es otra cosa. Es mucho más que la solidaridad de “likes” o “retuits”, que al final son un conjunto vacío. En las esquinas y aglomeraciones, con las banderas ondeando, una causa común y alguien que toca un tambor, la protesta adquiere otra pulsación. Hay que dudar de esa afirmación que dice que a los jóvenes no les interesa la política, pues solo se movilizan en las redes, no votan. Pero protestan, que es otra manera de hacer política. 

Sin embargo, queda la rabia y una reacción muy violenta que quiere acabar con todo lo que se cruce en su camino. Cada día, desde diferentes partes del mundo y por diferentes motivos nos lo grita a la cara. Pero nadie le ponerle atención. Ayer los pasajeros de la estación de Canning Town (Londres) bajaron del techo de un vagón del metro a dos representantes del grupo ambientalista Extintion Rebellion que tenían el tren detenido. Los arrastraron y patearon sin que ningún policía apareciera; pocos trataron de detener la violenta paliza. Cero protestas. 

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