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Enfermo grave, no molestar

Solo por razones políticas y jurídicas es compleja la puesta en marcha de la JEP. Lo demás no ofrece dificultad.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
19 de octubre de 2017

Llama la atención que en los debates en curso sobre la JEP se ha soslayado un aspecto fundamental: el aparato judicial que se pretende crear se utilizaría para deducir responsabilidad penal por eventos ocurridos antes de su creación; es decir, entre una fecha, que deliberadamente se quiso dejar indefinida, y la entrada en vigor de ese convenio. El problema es que, en principio, esa opción no es viable.

El camino elegido parece incompatible con la Carta Política: “Nadie podrá ser juzgado sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa”. Y también frente al Derecho Internacional: según la Convención Americana de Derechos Humanos, “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley".

Para resolver este escollo, el magistrado Bustos en sus días de gloria (¡ay cómo cambia la suerte!) decía que “el derecho no se puede oponer a la paz”. Si esto es así, “apague y vámonos”: el Estado de derecho no sería valor fundante de la civilidad, sino que se encontraría subordinado a lo que en el infinito universo de las opciones y posibilidades un determinado gobierno considere que inexorablemente conduce a “La Paz”.

Una versión menos burda de este argumento es aquel que afirma que la paz es un derecho síntesis que recoge y subordina a todos los demás. La teoría política liberal va en otra dirección: sostiene que los valores políticos -libertad, igualdad, orden, seguridad, justicia, paz- no están jerarquizados a priori, tienen una textura abierta y se hallan en conflicto. Daré un ejemplo elemental. La garantía absoluta de la libertad sería un obstáculo para el desarrollo de estrategias encaminadas a lograr ciertas igualdades básicas. Y al revés: estrategias radicales de distribución del ingreso en última instancia ahogan la libertad económica.

La reconciliación de los valores, por lo tanto, ocurre en el proceso político democrático dentro de los límites y criterios que la Constitución establezca. En caso de duda o conflicto, debe intervenir la justicia constitucional. O sea que no hay un valor que preceda -y desplace- a todos los demás. Y si lo hubiere, ¿por qué razón no sería la justicia?

Las Farc, y el propio presidente en su discurso de apertura del Congreso, han sostenido que en virtud del depósito del acuerdo en Naciones Unidas se generaron compromisos irreversibles para el Estado que nada ni nadie, distinto de las partes, puede deshacer. Esa contundente afirmación no ha sido acompañada del riguroso soporte argumental que sería indispensable. Pero de entrada habría que decir que, si ella fuera cierta, el arduo proceso de implementación que adelanta el Congreso resultaría superfluo, a menos que se le entienda como una mera reglamentación. En esta hipótesis, además, la Corte Constitucional inexorablemente sería un convidado de piedra: carecería de competencia para declarar que las estipulaciones del Acuerdo, en todo o en parte, pugnan con la Carta. Nadie con algún grado de formación jurídica suscribe esta tesis.

Es necesario, entonces, explorar otro camino. El acuerdo sería una manifestación del Derecho Humanitario que, en lo esencial, regula los protocolos de Ginebra. Estos, en tanto están contenidos en tratados internacionales ratificados por el Congreso, prevalecen en el ámbito interno por mandato de la Constitución. Este sería el anclaje del Acuerdo.

Lamento decir que esta opción tampoco es promisoria. Esa modalidad del Derecho Internacional versa, como su nombre lo indica, sobre la humanización de los conflictos, no sobre su solución. Algo va de una convención en la que los combatientes se comprometan a no envenenar las fuentes de agua, y otra muy diferente lo que realicen para restablecer los reservorios y ductos de conducción que en la guerra se hayan destruido. Por definición, un acuerdo de paz no pretende humanizarla sino resolverla.

Llegados a este punto toca examinar si la Ley de Justicia y Paz, expedida por la administración Uribe para negociar con los denominados paramilitares -que pasó el examen de constitucionalidad- nos sirve de precedente para apuntalar la JEP. No es así. Los beneficios penales que ofrece se otorgan por las autoridades judiciales ordinarias. Al no haberse creado una jurisdicción especial obligatoria, como ahora sucede, no hay lugar al reproche de que sus destinatarios sean procesados por autoridades judiciales que no existían cuando los delitos que se les imputan tuvieron ocurrencia.

Queda solo un argumento. Todos los tribunales de paz de los tiempos modernos han sido constituidos para juzgar a los responsables de crímenes cometidos en desarrollo de conflictos que ya han terminado. Es el caso de los de Nuremberg, Yugoslavia y Ruanda. Si ellos fueron posibles y exitosos, ¿qué impide darle una sustentación semejante a la JEP? Nada salvo un pequeño detalle. Estos tribunales fueron impuestos por la comunidad internacional para que ejercieran sus potestades en territorios en los que el aparato estatal había colapsado. No regía en ellos una constitución que prohibiera, como lo hace la nuestra, que se crearan sistemas judiciales para juzgar crímenes ya cometidos.

El dilema que tiene nuestra Corte Constitucional es claro. O “salva” la JEP, que es corazón del acuerdo; o, cumpliendo su mandato, hace prevalecer la Constitución. Si se despacha con 400 páginas, es porque ha elegido la primera opción. Para la segunda le bastarían unos pocos párrafos.

Este lío encierra una ironía profunda. Desconfiadas las Farc de la sostenibilidad política del acuerdo, lo llenaron de garantías jurídicas de tal modo excesivas que el resultado fue contraproducente: grados altos de impopularidad que afectan, como ahora se observa, su respaldo político.

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