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Defensa de la libertad de expresión

Cómo sería Colombia de diferente si todos practicáramos la enseñanza de Voltaire encerrada en la siguiente frase: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

Jesús Pérez González-Rubio , Jesús Pérez González-Rubio
15 de junio de 2017

Vivimos en la “aldea global”. El expresidente Uribe, jefe de la oposición, habló en Atenas 3:25 minutos. Dijo, entre otras cosas, que tenía una visión diferente de Colombia de la que se había expuesto. Que la nuestra era la cuarta economía del mundo con una tasa impositiva más alta. Que el narcotráfico y la minería ilegal eran los únicos sectores en crecimiento. Que la inversión extranjera había declinado el año pasado. Y como siempre sucede en estos casos, a unos les gustó y les pareció acertado su diagnóstico y a otros un atentado contra la patria. Nada más natural. Para mí es claro que, de manera general, está equivocado en sus planteamientos.

A algunos de los que están en desacuerdo con lo que dijo, se les ha ocurrido la maravillosa idea de prohibir que se hable de manera crítica de Colombia en el exterior. El ataque al Gobierno lo quieren volver un ataque al país. Se pretende, consciente o inconscientemente, que se limite la libre expresión del pensamiento. Pero en una democracia es preferible tener una palabra desbordada o desbocada a una palabra amordazada.

Se dice que dizque hubiera sido normal que lo que dijo en Atenas, lo hubiera dicho en Colombia. Pero ¿cómo se le ocurre expresar su pensamiento sobre la situación de Colombia, en un foro internacional, tal como él la ve? Se le quiere por ello estigmatizar como traidor a la patria. Una norma de este tipo quería insertar el doctor Laureano Gómez en la Constitución que frustró el golpe de Estado de 1.953. El nacionalismo a flor de piel.

Supuestamente, por este tipo de razones habría que limitar el derecho de expresión de los colombianos. Esto, después de la Constitución de 1991 y de los Tratados sobre Derechos Humanos suscritos por Colombia, no puede ser sino la confirmación de que no existe un sentimiento constitucional y menos aún por su Carta de derechos entre los colombianos. No se analizan los temas desde la perspectiva de los derechos constitucionales fundamentales. No me sorprende. No existe ni siquiera un sentimiento de respeto a la ley. En ocasiones al transgresor de esta se le considera elogiosamente “un vivo”.

Si la ley no nos gusta, entonces decimos que se trata de un “santanderismo”. Quienes no han tomado conciencia de la importancia del Estado de derecho, y parece que fuera la mayoría de los colombianos, no comprenden lo determinante que es para la civilización y la convivencia pacífica que la ley impere sobre la voluntad individual. La ley estorba porque limita. Lo mismo ocurre con la Constitución. Todos los gobernantes quisieran gobernar sin esas trabas. Y desde luego, las Cortes Constitucionales no se necesitarían.

Cómo sería Colombia de diferente si todos practicáramos la enseñanza de Voltaire encerrada en la siguiente frase: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Los que estamos en desacuerdo con los planteamientos del expresidente deberíamos aplicar este criterio, en lugar de arroparnos con la bandera nacional. Es un nacionalismo trasnochado, aunque la verdad es que el populismo de nuestro tiempo tiene en ese nacionalismo y en la descalificación de las elites dos elementos característicos.

Se ha dicho con razón que los países son subdesarrollados porque sus gentes son subdesarrolladas. El subdesarrollo jurídico consiste en el irrespeto de los nacionales por la ley, por el reglamento, por la norma que regula la sociedad, el Estado, las comunidades. El desdén por la norma llega a los extremos de que se ha vuelto un adagio popular que “hecha la ley, hecha la trampa”. No mejoraremos los colombianos como sociedad mientras no aprendamos a respetar los hechos y la opinión ajena, independientemente de si coincide con la nuestra o es diametralmente opuesta a ella, si se expresa en Colombia o en el exterior.

Es cierto que vivimos un momento en que las insinuaciones, las suposiciones, las presunciones, las sospechas terminan tergiversando las realidades, hecho más grave todavía con la aparición de las redes sociales. Pero estas no son más que instrumentos. El germen de esa patología: mentir sin pudor, está en que no somos Hombres de leyes como lo era Santander según Bolívar, sino cultores de la ilegalidad. Obviamente no todo el mundo pero sí gran parte de nuestra sociedad. La trampa es exactamente lo contrario del respeto a la ley.

Para colmo de males, no tenemos un dispositivo, o mejor, conciencia social que incline a los colombianos hacia la civilización que es exactamente respetar el derecho de los otros y no abusar de los propios. En los países civilizados nadie está por encima de la ley. La sociedad no lo tolera. En Colombia, desgraciadamente, sí. Es por todo esto que tenemos tanta corrupción.

No me canso de citar el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1789 que en este momento viene como anillo al dedo: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las solas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobernantes, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración, constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes”… Los colombianos no tenemos constantemente presente nuestros derechos y nuestros deberes dentro de los cuales el respeto a la Constitución y a la ley es esencial. Y esto no obstante que nuestra Constitución desde 1.991 incorporó una Carta de derechos y de deberes para todos los habitantes del territorio nacional.

Pero, cómo pretender que esta Carta se vuelva connatural, parte de nuestra esencia, de nuestra carne y nuestros huesos, nuestros pensamientos y sentimientos, de nuestra conducta diaria si no hemos cumplido suficientemente con el mandato constitucional de hacer pedagogía sobre su significado y sus alcances. Es por eso que reclamamos para nosotros mismos el derecho a la libre expresión del pensamiento, que le negamos a los otros por una causa tan inane en nuestro tiempo de globalización como es el nacionalismo, la invocación a la bandera y a la patria, todo lo cual conduce al pensamiento único que es lo contrario del pluralismo democrático.
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Añadido: “Si las Farc deponen sus armas, ¿por qué nosotros no deponemos nuestros odios?” Son palabras de Bertha Lucía Fríes. Estaba ella en el gimnasio de El Nogal cuando estalló la bomba y por poco queda parapléjica. Una verdadera víctima que nos da una lección de nobleza que la enaltece.
Junio 15 de 2017
*Constituyente 1991

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