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¿Qué piensan los muertos?

¿Cómo sería el regreso implacable de los vencidos por muerte violenta, de los que en mala hora estuvieron en poder de sus peores enemigos?

Semana
12 de febrero de 2001

En nuestro desangrado país se ha demostrado qué fácil y qué impune resulta eliminar a una persona, a varias, echarlas al olvido, borrarlas. Cuando pienso en los seres que uno ha conocido y tratado o en aquellos que solamente ha admirado por lo que han sido y representado, adiciono al mero recuerdo o a la nostalgia la pregunta: ¿Qué dirían ellos si pudieran regresar al sitio donde les arrebataron la vida?, ¿cuál sería su denuncia?, ¿qué detalles y qué conocimiento se llevaron consigo en el momento mismo de su sacrificio? Piensen ustedes conmigo qué estaría diciendo Galán, que quería ser presidente y no propiamente mártir, enfrentado a la situación actual. Cómo valoraría el hecho de haber perdido su vida, arrebatada, tal vez, por ambiciosos políticos a una con traficantes exitosos. Si su discurso, al momento de su asesinato era fuerte y desafiante, cuál no sería su acción de haber llegado al ejercicio del poder, para lo cual sólo le faltaban unos cuantos meses. ¿Qué concluiría hoy, tras ese último y trágico episodio de su vida? ¿Se imaginan lo que podría hacer y decir el muy vehemente Rodrigo Lara Bonilla, si llegara de regreso al escenario actual? Perseguido de la oficina a su casa, abrumado de amenazas y presentimientos, cayó finalmente abatido ese albor de noche del 30 de abril de 1984. Fue el primer magnicidio de los últimos tiempos. ¡Qué solos se quedan los muertos!, dice el poeta, pero los colombianos bien podríamos proclamar cuán solos nos quedamos, vivos, sin aquellos líderes, plenos de coraje. Cómo es posible que cuatro balazos, a las seis de la mañana, acabaran con la risotada y la chispa sin tregua de Jaime Garzón. Fue borrado en un instante. Es impresionante la capacidad de daño y la efectividad del mismo, cuando sus causantes carecen del más mínimo escrúpulo, cuando la conciencia ya nada les dice ante la destrucción por propias manos de un semejante. Es así mismo desconcertante la fragilidad corpórea y cómo nuestro organismo cesa por acción de pequeños y sofisticados instrumentos de muerte. Pero a esta consideración, casi lastimera, añadiría la del presumible pensamiento de la víctima acerca del mismo hecho de su muerte por un acto tan inicuo. ¿Qué nos diría hoy Jaime Garzón?, ¿reiría?, ¿se congelaría su rostro, en caso de regresar, y emprendería una acción intrépida? ¿A la muerte, se pierde el sentido del humor? ¿Qué se bajó a conversar y con quiénes, Diego Turbay, luego de apaciguar a los escoltas y tal vez tranquilizar a su madre?, ¿a quiénes vio?, ¿con quiénes quiso dialogar, antes de ser sometido a la más descomedida muerte y la más canalla, que por sí sola llamaría a una guerra?, ¿que argumentos aportaría hoy a las conversaciones el presidente de la comisión de paz de la Cámara de Representantes? La mente serena, pero implacable a la hora del coraje y la denuncia, de Guillermo Cano, ¿qué estaría escribiendo en su ‘Libreta de Apuntes’, para abordar los temas de hoy, a partir de su propio asesinato, si a él mismo le fuera dado analizarlo? Y en el otro polo del pensamiento y la acción pública, ¿qué aportaría a la visión de hoy el peso pesado de la política nacional que fuera Alvaro Gómez, maduro apenas para el desaprovechamiento nacional y arrebatado del medio por quienes pretenden renovar, en forma cruenta, la clase dirigente colombiana? Porque no otros fueron sus asesinos. La visión que tenemos de las cosas, es presumible que cambie mucho después de la muerte. No solamente por lo baladí que pueda estimarse lo temporal, más allá del túnel que algunos dicen haber visto (incluso Samper), sino por el sentido exacto de la justicia y de la restitución de los derechos que pueda ocupar la mente, o el ánima, de quienes han viajado, ya sin su cuerpo. Muchos pensamos que esas mentes, esas conciencias de seres individualizados, particulares, siguen existiendo más allá de los umbrales de la vida. Otros piensan, como Borges, que morir es cesar definitivamente (él lo dijo sin adverbio). No hago referencia únicamente a la llamada visión beatífica, a ese mirar el rostro de Dios que el beato Angel José Roncalli (Juan XXIII) bellamente describía como la situación real y actual de nuestros seres queridos, que han muerto, mientras nuestros ojos aún están llenos de lágrimas. No, no aludo a la esperanza cristiana y de otras religiones por el más allá. Quiero pensar en el regreso implacable de los vencidos por la muerte violenta; de aquellos que en una mala hora estuvieron en poder de sus peores enemigos. Ignoro si haya alguien que piense por ellos, que obre realmente en consonancia con sus intenciones, cuales fueran hoy, que los reivindique, no tanto esgrimiendo la espada vengadora, cuanto asumiendo la enérgica posición que ellos asumirían al verse despojados de sus armas y de su vida, en un momento de injusticia. Lo peor de estar muerto es no poderse defender, decía Passolini. Pido que les llegue una revancha, un remedial, ‘una segunda oportunidad sobre la tierra’.

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