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¿Qué es ser víctima en Colombia?

Mientras hay cierto consenso por reconocer a las víctimas de las Farc, no ocurre lo mismo con las del paramilitarismo y mucho menos con las de los agentes del Estado.

María Jimena Duzán
4 de septiembre de 2010

El otro día un político me dijo que a él le disgustaban las personas que se declaraban víctimas, porque le parecía un ejercicio innecesario. "En Colombia -me dijo- todos somos víctimas. ¿O es que usted cree que hay algún ciudadano que no lo haya tocado la violencia, que no haya tenido un pariente, así sea lejano, secuestrado o asesinado?".

Este tipo de reflexiones dichas en un país que tiene cerca de cuatro millones de desplazados, la mayoría de los cuales han sido despojados de sus tierras luego de haber visto cómo masacraban a su madre, a su padre o a sus hermanos, refleja cuán lejos estamos como sociedad de haber encontrado un consenso sobre cómo reparar a las víctimas y devolverles la dignidad que les han quitado años de expolio y de invisibilidad.
 
El hecho de que la violencia nos toque no necesariamente nos convierte a todos los colombianos en víctimas, de la misma forma que la penetración del narcotráfico en la sociedad y en el Estado no nos convierte a todos en narcotraficantes.

Las víctimas en Colombia existen: son de carne y hueso, las llamen como las llamen. Y no solo hay víctimas causadas por la guerrilla, sino por el narcoparamilitarismo y por la intervención de los agentes del Estado. Basta leer el recuento de las masacres que está realizando el equipo de académicos que el gobierno anterior conformó para recuperar la memoria histórica en desarrollo de la Ley de Justicia y Paz, para darse cuenta de que detrás de cada masacre, detrás de cada asesinato múltiple que han ido recomponiendo, estaba un oficial del Ejército o un comandante de batallón. Para no hablar de cómo en los magnicidios que investiga la Fiscalía hay cada vez más evidencias de que agentes del DAS habrían participado activamente en asesinatos como el de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro.

El problema es que mientras ya hay cierto consenso en la sociedad colombiana por reconocer a las víctimas de las Farc, no ocurre lo mismo a la hora de reconocer a las víctimas del narcoparamilitarismo y mucho menos a las víctimas de los agentes del Estado. Hay todavía una parte de la sociedad colombiana que sigue viviendo tranquila, llevando un narcoparaquito en su corazón; que considera a la parapolítica un mal menor de poca monta que no debería ser motivo de la más mínima investigación y que siente una simpatía especial por Jorge 40, por Mancuso, así ellos dos hayan confesado haber cometido centenares de crímenes contra campesinos inocentes.

Tomemos el caso, por ejemplo, del ex presidente Álvaro Uribe. Su padre fue asesinado por la guerrilla y su familia sintió el dolor desgarrador que produce la pérdida de un ser querido. Sin embargo, en su gobierno la palabra 'víctima' no solo nunca fue apropiada por él sino que se convirtió en una palabra que suscitó desconfianza y con la cual él personalmente nunca se sintió cómodo.

No solo la usó poco en su gobierno, sino que cuando recurrió a ella la utilizó para visibilizar solo a las víctimas de las Farc. Las demás, las víctimas del narcoparamiltarismo y las víctimas de agentes del Estado, siempre fueron menospreciadas por su gobierno. La Ley de Justicia y Paz fue concebida por Uribe como una ley que beneficiaba a los victimarios y no a las víctimas del narcoparamilitarismo, y cuando el senador liberal Juan Fernando Cristo presentó la ley de víctimas que pedía la restitución de tierras a las víctimas de toda índole e incluía a las de los agentes del Estado, su gobierno la enterró argumentando que no había dinero suficiente para sufragar un proyecto que costaba 88 billones de pesos, cifra que hasta ahora nadie ha podido saber de dónde fue sacada.

Ahora que el gobierno de Juan Manuel Santos abre de nuevo el debate en torno a la urgencia que para el país significa sacar adelante una ley de víctimas que no discrimine a ninguna de ellas y una ley de tierras que le permita entregarles a los campesinos las tierras de las que fueron despojados, la fractura de la sociedad vuelve a presentarse: de un lado están los que no creen que haya que reparar a nadie porque "todos somos víctimas" y, del otro, los que pensamos que las víctimas, independientemente de quiénes hayan sido sus victimarios, tienen derecho no solo a saber la verdad sino a ser restituidas en su dignidad y en sus tierras. Si ganan los primeros, este país nunca podrá salir del conflicto ni de la guerra. Si ganamos los segundos, nuestros hijos podrán conocer la paz que nosotros ya no vivimos.

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