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¿Quién quiere ser millonario?

Tengo entendido que los jóvenes, que al comienzo hacían fiestas privadas con modelos europeas, al final rumbeaban con Salvo Basile y Poncho Rentería

Daniel Samper Ospina
14 de marzo de 2009

Para este año tenía el proyecto de hacerme millonario y asistir al foro de cacaos que organizaron en Cartagena. Ya había alquilado el frac que siempre uso para ocasiones especiales, como cuando me invitan a un matrimonio o termino una columna de Fernando Londoño; y había oído ya los consejos de un corredor de bolsa que, como comenté en alguna columna anterior, me estaba asesorando:

- ¿Sabe algo de mercados? -me preguntó-.

- Solamente de Carulla, que es al que voy -le confesé-.

- No, hombre: hablo de valores…

- Pues mi valor preferido es la compasión -le respondí-. Y la practico a diario con los hinchas de Millos.

- No me entiende: ¿ha oído hablar de Nasdaq, por ejemplo? -me preguntó-.

- ¿Es la categoría en la que corre Montoya? -vacilé-.

- Mire -me aconsejó-: nadie se hace rico ahorrando. No trabaje para la plata: deje que la plata trabaje para usted.

Obedecí a lo Jerry Seinfeld: literalmente. Permití que mis ahorros escribieran columnas de opinión mientras yo descansaba tranquilamente en una cuenta corriente. Pero la verdad es que producían unos escritos tan aburridos y pretenciosos que parecían hechos por José Obdulio.

Siempre he sido un ignorante en temas bursátiles. Para mí la bolsa es una barra circular rodeada de yuppies en mangas de camisa que se angustian, según sucedan cosas que a mí poco me importan, como que suba el cobre o que baje el níquel.

Por eso me resigné a no ser millonario y perder el derecho de ir a la cumbre que al final terminó decepcionándome.

Para empezar por el nombre: cuando supe que se llamaba 'Padres e hijos', de inmediato me imaginé a Julio Mario Santo Domingo alternando conferencias con Ana Victoria Beltrán, Naren Daryanani y otros talentos de esa serie que ha hecho las delicias de los hogares colombianos.

Y posteriormente por una foto de Carlos Slim en la que aparecía con una escarapela colgada en el cuello, como si fuera un lagarto igual a uno en el Hay Festival: ¿para qué diablos andan con una identificación? Son archimillonarios. ¿No son acaso muy poquitos como para no reconocerse entre sí?

Siempre había querido saber cómo era un encuentro para cacaos, para millonarios de verdad; no para simples ricos del norte de Bogotá, para los cuales diseñar un foro sería más fácil: bastaría con unos módulos sobre cómo no pagar la seguridad social del empleado o cómo echar a una muchacha del servicio sin indemnizarla para garantizar lleno total.

Pero desde que vi la foto de Slim ya nada me interesa.

Yo creía que lo mejor de ser millonario era liberarse de esa vida pueril en la que, como gran cosa, a uno lo invitan a un foro en Cartagena, a cuyas conferencias asiste medio enguayabado. Digo más: soñaba con ser millonario justamente para no ir a encuentros, seminarios y cuanto evento requiera de la peligrosa presencia de un gurú armado con un power point.

De modo que todo el asunto me decepcionó, pero de la decepción pasé pronto a la compasión. Ya dije que era mi valor favorito. Porque, con la crisis de la bolsa, esta es gente que se empobrece mucho más rápido que uno, como lo indica la última lista de Forbes.

Para no ir más lejos, los mismos cacaos que vinieron a Cartagena se fueron muchísimo menos ricos de lo que llegaron. Arribaron opulentos, en avión privado. Daban cuenta de las salchichas del minibar sin siquiera consultar el precio. Pero a medida que pasaba la semana, las acciones se desplomaban y ellos iban bajando de estrato.

Tengo entendido que los jóvenes, que al comienzo hacían fiestas privadas con modelos europeas, al final ya rumbeaban con Salvo Basile y Poncho Rentería; que Gustavo Cisneros terminó haciendo mercado con sandalias, medias carmelitas y un canguro con el logotipo de una empresa de seguros; que Carlos Slim conoció las islas en un plan con descuento para grupos porque ni Jean Claude Bessudo lo volteaba a mirar. Y que los Ardila y los Sarmiento se devolvieron en la clase turística de un avión de AeroRepública que abordaron llenos de bolsas con artesanías, y que conducía un piloto al que ellos mismos aplaudieron cuando aterrizó.

Con todo, acabo de comprar níquel y de vender cobre. Si todo sale bien, iré al próximo foro de cacaos para sugerir modificaciones. Que armen un programa que de verdad nos interese a los millonarios. Conferencias sobre cómo engallar el jet; mesas redondas sobre las nuevas formas de gastar champaña sin beberla. Si no doy para tanto, al menos clasificaré al próximo coctel que le hagan a Carlos Mattos, que es una de mis grandes fantasías. Y si me quiebro habré aprendido que el níquel es una mala inversión. Porque al final pela el cobre.

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