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Quiero ser socio de los hijos de Uribe

Hoy por hoy, para ser tan ‘play’ como Tomás y Jerónimo, es necesario vestirse como si uno fuera estudiante de la Pedagógica

Daniel Samper Ospina
29 de noviembre de 2008

Hace algunos días amanecí con ganas de montar un negocio que diera tanta rentabilidad como las pirámides. Se me ocurrió comprar artesanías en un caserío lejano y venderlas en el norte de Bogotá 300 veces más caras.

En un rapto de inspiración, comprendí que la clave sería asociarme con los hijos del Presidente: finalmente a ellos les ponen más atención que a cualquier hijo de vecino: ¿o alguien cree que un magnate, o un ministro, o un banquero le pasa al teléfono a cualquier David Murcia desconocido que llame desde Putumayo? En cambio, con ellos de socios la empresa nace con contactos, nadie es capaz de negar un préstamo y uno tiene línea directa con Palacio: con Palacio de Nariño, no con Palacio el ministro de Protección Social, porque con él tenía línea directa hasta Yidis, y eso no tiene gracia.

Como no tenemos amigos en común, tuve que estudiar muy bien los gustos y las manías de los hijos del Presidente para acercarme a ellos y hacerles la propuesta. Necesitaba mimetizarme en su mundo social, ir a donde van, entrar a su hábitat.

De modo que tomé una revista de farándula y analicé durante un buen tiempo las páginas sociales, en las que salen con mucha frecuencia los dos.

Traté de no detenerme en las fotos que me podían distraer de mi objetivo, aunque fue inevitable no observar una imagen de la doctora Martha Lucía Ramírez en bikini caminando por las playas de Cartagena, y otra del doctor Camilo Sánchez metido en el mar con un grueso suéter de lana lleno de motas. Reconozco que tuve que mirarlo dos veces para darme cuenta de que el senador en realidad estaba sin camisa. Solo que, al igual que sucede con el yeti, su exuberancia capilar se presta para equívocos.

Con esfuerzo llegué a las fotos que necesitaba para descifrar el mundo de los hijos del Presidente: las de la gente joven y cool que acomodan en las zonas VIP de los bares al lado de ellos.

Pero digo la verdad: todo ese mundo me decepcionó. Hoy por hoy, para ser tan play como Tomás y Jerónimo, es necesario vestirse como si uno fuera estudiante de la Pedagógica: andar de mochila y ponerse jeans raídos, franelas ajustadas, tenis viejos y unos chales de cuadros que bien podrían usar los miembros de Los Chalchaleros.

A pesar de ese primer impacto, no desfallecí. Fui a una discoteca que se llama Cha cha, y allí mismo di lo mejor de mí para ser cool: aprendí a oír música electrónica mientras decía con aires de profundidad que la Sierra Nevada es muy bella, tomé trago con Red Bull, les dije a unas modelos del Body Channel que tenía un taita amigo que hacía yagé y fui a una fiesta de pareos en Cartagena.

Después me afilié a Asopiojo, para parecerme a Cabas, a Simón Brand, a Benjamín Santos, porque, como lo comenté en alguna columna antigua, pertenecer a ese mundillo sofisticado exige dejar de bañarse, pelear con la cuchilla de afeitar, botar el shampú y, en general, cultivar con esmero una cierta apariencia de descuido que atraiga a determinado tipo de mujeres.

Pero repito que nada de eso se me da con naturalidad, y toda esa estética vertida a mi físico produce una preocupante sensación de desaseo. Cuando me dejo la barba, los pelos se me enquistan de modo doloroso y desagradable; si ando en esqueleto, se me arden los hombros lechosos, y, como tiendo a la gordura, mi look de descuidado no permite que me parezca a Manolo Cardona en una rumba playera, sino a Rudolph Hommes recién llegado de un viaje por Air Plus Comet. Encima, el único taita que conozco es mi papá, que cree que el yagé es un futbolista africano.

De modo que regresé rendido a mi ordinaria vida de siempre.

Pese a todo, no renuncio a mis deseos: quiero hacerme socio de los hijos de Uribe. Como no sucede con empresario alguno, ante cualquier crítica una ex ministra nos defendería en las páginas editoriales de El Tiempo. Si alguien pone en duda algo de la empresa, tenemos publicidad y abogado en un mismo paquete, porque el papá de mis socios saldría gritando en todos los canales de televisión que ellos no son holgazanes ni corruptos.

A mí, al menos, me parece emocionante cuando su papá grita. Hace poco se trepó a un puente con un megáfono y decía a los alaridos que él no era paraco, que él no era marica, mientras todo el pueblo aplaudía y en la Clínica Monserrat arreglaban la suite por si acaso.

Fue ante unos indígenas. Si en vez de gritarles les hubiera comprado artesanías, las estaríamos revendiendo mis socios y yo en el norte de Bogotá por la módica suma que nos diera la gana.