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Quitarse las anteojeras

Jugársela toda al fortalecimiento militar puede llevar a una guerra civil que nunca ha existido en Colombia.

Semana
18 de diciembre de 2003

En los tiempos de los coches, la gente le ponía en la cabeza a los caballos una especie de viseras de lado y lado para que no pudieran ver más que para adelante y no se asustaran. Algo así nos está sucediendo a los colombianos. De la mano del enérgico gobierno nos hemos puesto las anteojeras como si sólo hubiera un diagnóstico y una sola salida al conflicto interno. El diagnóstico oficial es que hay un ejército enemigo, las Farc, que tiene el dominio territorial de muchas regiones económicamente importantes, como por ejemplo, la petrolera Arauca. La solución obvia entonces es armar un ejército mucho más fuerte, que además consiga involucrar al mayor número de colombianos -armados o semiarmados- en su causa, para arrebatarle ese territorio y restablecer la normalidad económica. Una vez esto se consiga habrá un diálogo que formalice la derrota y perdone a los vencidos.

Más de lo mismo. De la desilusión con el diálogo bobalicón a la guerra integral, y cuando la violencia arrecia, de nuevo a la mesa de negociación. Es una lógica que nos tiene hace rato en una espiral de violencia, dolor, desplazamiento, atraso económico e ignorancia.

Antes de que venga una nueva desilusión con la presente euforia militarista, vale la pena preguntarse si será que el diagnóstico, y por tanto la propuesta de solución están fuera del foco. En Colombia no hay una guerra civil. No existe una causa metida en el alma de medio país que lo haya enfrentado al otro medio. Las Farc, que se ven a sí mismas como el gran ejército del pueblo, son en realidad una montonera del pueblo más marginado y abandonado de todos. Son un rejunte de líderes resentidos y temerosos -y cada vez más criminalizados, sin el más mínimo pudor ético ni político frente a sus propias atrocidades-; muchísimos jóvenes sin esperanza que se aferran a la ilusión de poder que les da el fusil; mujeres que escogen ser guerrilleras para no ser sirvientas; fugitivos de la justicia y aventureros desarraigados que no tienen nada que perder. Salvo algunos que se lucran con sus negocios, el tráfico de cocaína, el de armas, el de personas secuestradas, nadie en el país esta en esa causa.

Es verdad que este "ejército" hecho en gran parte de mujeres y niños, y sus aliados de negocios, le hacen mucho daño al país. Todo el daño. ¿Pero será que la manera de confrontarlos es poniendo los escasos recursos del país -y los que nos den los Estados Unidos- en armar un poderío militar enorme para aplastarlos? ¿Será armar un elefante para combatir 100 mosquitos? ¿Y al arrastrar a todos a la guerra, no se le estará dando gasolina, creando la guerra civil que sus pobres ideas obsoletas no han logrado crear? ¿No se les está dando precisamente el estatus que ellos quieren que se les de, el de gran ejército enemigo?

Dentro de la ambiciosa y amplia estrategia de seguridad del gobierno Uribe, hay otras soluciones, que si fueran las prioritarias, serían quizás más eficaces. Una es darle mayor fuerza a los instrumentos policivos. Es necesario perseguir a los jefes criminales, capturarlos, probar sus delitos y meterlos a cárceles que funcionen. Los estudiosos de la violencia en Colombia, como Mauricio Rubio, se han cansado de demostrar que es la impunidad la que más alimenta la violencia. Y, en justicia, el gobierno está dedicado a mejorar su capacidad de investigación criminal para disminuirla. Pero esa no parece ser el centro de su estrategia. La primacía la tiene el poderío militar, los miles de millones en producción de metralletas y fusiles, el reclutamiento forzado y no forzado de decenas de miles de soldados. Todo el esfuerzo a donde le duele menos a las Farc. Matar mosquitos a cañonazos.

¿Por qué no, para variar, se crean impuestos al patrimonio para masificar la capacitación de los jóvenes en el campo en algo distinto a matar? ¿Por qué no se cobran bonos de paz que sean de verdad de paz, para montarle la competencia a la guerrilla, a los paras, a la delincuencia, y darle a los jóvenes un futuro que no quieran perder? ¿Por qué no se le mete gerencia en serio a los programas sociales?

Alguien podrá pensar que son planteamientos ingenuos. Olvidan que tenemos ejemplos de la vida real, reciente, que nos están diciendo a gritos que la salida es por otro lado. Bogotá lleva 10 años haciendo gerencia social de verdad; inversión en los jóvenes y niños de verdad (no los pañitos de agua tibia ni programitas de caridad de "jóvenes en acción" ); fortalecimiento policial, incluido seguimientos y mediciones objetivas a los logros; participación ciudadana en su seguridad, pero no a base de soplones, sino del reconocimiento a una autoridad legítima que les brinda a sus hijos una vida digna que vale la pena defender. El resultado es tangible: una caída de más del 50 por ciento en los homicidios, aún a pesar de estar en Colombia, aún a pesar de que aquí llegan cien mil desplazados de la guerra de todo el país.

Vale la pena, aunque sea por una vez, aunar esfuerzos extraordinarios para ensayar un camino distinto en el conflicto colombiano. Ni militarismo suicida, ni diálogos bobalicones, sino inversión y gerencia social focalizada en los jóvenes campesinos, y un trabajo de persecución, judicialización y castigo a los criminales, más sistemático, silencioso, efectivo y sobre todo medible en cuántas vidas se salvaron y no en cuántas se le causaron al enemigo; en cuántas personas le robamos a la guerra y no en cuántas le entregamos. Vale la pena quitarse las anteojeras y de pronto descubrir que existen otros caminos para salir del atolladero.



* Editora general de SEMANA

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