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Raza y política

No debemos adoptar esas ridículas categorías como ‘afroamericanos’, o ‘euroandinos’ , taxonomías que revelan un racismo soterrado, al derecho o al revés

Semana
3 de junio de 2006

En estos días hubo en El País de Madrid una interesante polémica entre el periodista español Miguel Ángel Bastenier y el escritor venezolano Ibsen Martínez. Para Bastenier, existe, en los nuevos movimientos de izquierda latinoamericanos, un claro componente racial (indígena en los casos de Evo y Humala, afro-mestizo en el de Chávez); para Martínez, esta lectura europea de nuestras contiendas políticas introduce un indeseable tono racista, pues cuando las reivindicaciones sociales se tiñen con algún revanchismo de tipo étnico, lo que estamos haciendo es importando de afuera unos nuevos discursos 'multiculturalistas' que no sirven para describir lo que nos sentimos racialmente desde hace siglos.

Si hay un continente que haya sido durante cientos de años multicultural y multiétnico, es el latinoamericano, y la excesiva conciencia racial que ahora sienten los europeos "invadidos" por personas de otros orígenes étnicos, no se puede transplantar aquí sin que suene a cosa postiza. Aquí, por suerte, son muy pocos los que reivindican una supuesta pureza racial (blanca, negra, india), y si alguien la reivindica, no podría demostrarla, salvo que haya vivido apartado en un resguardo lejano o sea un inmigrante recién llegado de Kenia o de Finlandia.

Nuestra realidad tampoco se parece a la estadounidense, pues la historia de la colonización inglesa es muy distinta a la nuestra. Allá la casi totalidad de los aborígenes (inferiores en número y en desarrollo cultural a los que encontraron los españoles acá) fueron exterminados. Y en cuanto a los esclavos africanos, en el norte hubo muy poca mezcla con ellos, por lo que en Estados Unidos todavía viven en un régimen de virtual apartamiento. En cambio aquí los conquistadores (hombres solos en su mayoría, pues vinieron pocas familias completas), lo primero que hicieron fue tomar por esposas o concubinas a las mujeres indias, por lo que el mestizaje comenzó de inmediato. Y en cuanto a los negros, ya el mismo Lope de Vega explicó, en el siglo XVII, a lo que solían inclinarse los españoles, incluso cuando venían con esposa europea: "Hombres en Indias casados / con blanquísimas mujeres / de extremados pareceres, / y a sus negras inclinados." La conciencia racial latinoamericana, por fortuna, no es muy grande, y nuestros gustos sexuales, también por fortuna, han sido desde antiguo suficientemente amplios como para abarcar todas las razas. Ni los blancos les hacían ascos a las negras, ni las indias les hacían ascos a los blancos. Todos se arrejuntaron.

De tantas desgracias que tenemos en Hispanoamérica, hay dos que todavía no nos han llegado: ni los odios raciales ni las guerras de religión. Sería lamentable que ahora trajéramos de Europa y de Estados Unidos esos criterios nefastos para dividirnos más entre nosotros. Con la división económica ya tenemos de sobra. Creo que en América Latina hemos comprendido en carne propia, como algún día deberá comprender el mundo entero, que el color de la piel de cada uno no es un mérito ni una vergüenza: es un accidente histórico y genético.

Cuando sucede, como pasa en tantas familias colombianas, que en la misma casa haya un hermano al que le dicen, basados en datos visuales convincentes, 'negro', y otro al que se le puede decir, con la misma objetividad, 'mono', 'güero' o 'catire', la pretensión europea de separarnos por razas se debería responder, más que con el rechazo, con la risa por su incapacidad de entendernos. Cuando estamos fuera de Latinoamérica y nos dicen que nos van a presentar un coterráneo, nosotros no tenemos ningún preconcepto sobre el color de la persona que vamos a encontrar. Sabemos que será café con leche; a veces con mucho café, y a veces con mucha leche. Nada más. Son ellos los que nos dicen, cuando la imagen no se ajusta al estereotipo: "tú no pareces colombiano".

Con esto no pretendo negar verdades históricas inocultables: que las elites latinoamericanas, en general, han tenido menos melanina que el resto de la población, o que los indios y los negros 'puros' han tenido y tienen más dificultades que los mestizos y los blancos para insertarse en la sociedad en igualdad de condiciones. Que la Conquista de América, vista con los ojos éticos de hoy, fue una invasión criminal y, en muchos casos, un genocidio. Y que la esclavitud fue una práctica abominable cometida por comerciantes casi siempre blancos. De ese pasado hay residuos que perduran, como la represión violenta contra marchas indígenas o como el infame abandono en que está sumido un departamento mayoritariamente negro como Chocó.

Pero lo anterior no significa que estemos en el mismo nivel moral del siglo XVI. Mucho hemos sufrido y mucho hemos avanzado desde entonces. También mucho nos hemos mezclado en este medio milenio, como para volver a empezar, como si estuviéramos en la situación de la Europa de hoy o de los Estados Unidos actuales, donde apenas empieza a haber, y todavía con escándalo, matrimonios mixtos. No creo que debamos adoptar esas ridículas categorías de 'afroamericanos', 'pueblos originarios', 'euroandinos' o 'caucásicoamericanos'. Esas son taxonomías que revelan un racismo soterrado, al derecho o al revés. Los latinoamericanos venimos en varias presentaciones raciales, y en ninguna de ellas dejamos de ser lo que somos: colombianos, venezolanos, costarricenses... No nos dejemos dividir una vez más por categorías importadas del Primer Mundo. Nosotros somos otra cosa, y para entendernos, lo único que tenemos que hacer es mirarnos a nosotros mismos.

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