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Razón, sinrazón y miedo del votante

Maria Teresa Ronderos, editora general de SEMANA, escribe sobre los tres tipos de votantes que se presentan en época de elecciones. Desafortunadamente hay una nueva categoría en la clasificación.

Semana
15 de septiembre de 2003

En la Colombia de estas elecciones hay tres tipos de votantes: dos más o menos conocidos y uno que se ha extendido últimamente como el fuego en la gasolina.

Los primeros son los llamados votantes cautivos o amarrados. Los segundos son los que se conocen como votantes de opinión. Y los terceros, son los votantes obligados a punta de fusil.

En el primer grupo hay matices. Los más pragmáticos y coherentes son aquellos que sólo entregan su voto si les dan algo concreto e inmediato a cambio: unas tejas, una cuenta abierta en la droguería, plata contante y sonante, o aunque sea un buen sancocho. Los hay también que transan en el mercado de futuros: si voto por fulano me darán puesto en la Alcaldía o incluso un contratico de obra pública.

En todo caso su voto es perfectamente racional. Si votar nunca ha servido para nada útil entonces ¿qué mejor que obtener un beneficio aquí y ahora?

A veces su voto no es fruto de algún raciocinio sino de la física necesidad. Por lo menos uno de cada cinco colombianos gana hoy menos de 2.750 pesos diarios, y la mitad apenas tiene ingresos por menos de 5.500 pesos al día para todo: comer, vestirse y educarse. ¿Cómo no va a ser lógico que venda el voto por 50.000 pesos que es una fortuna con la que podrá vivir 10 días?

Los traficantes de la miseria, que se hacen llamar a sí mismos políticos, tienen esto bien calculado. Caen como buitres a explotar a la gente en cada elección. En Barranquilla, según lo constataron SEMANA y Votebien.com la semana pasada, un voto vale entre 30.000 y 50.000 pesos, o dos tejas de asbesto, o un bulto de cemento o 100 bloques. Y para los que creen que eso sólo sucede en la Costa Atlántica, vale la pena decirles que en Bogotá (según lo ha comprobado un sorprendido y primíparo candidato al Concejo que cree en la política con P mayúscula) demasiados candidatos están ya repartiendo las dádivas para comprar su elección.

Así, sin saberlo, el votante amarrado sacrifica la esperanza de un buen gobierno por un rédito inmediato. Alimenta así eternamente el círculo pernicioso del clientelismo, máquina infernal que transforma el interés público en pequeños y poderosos intereses privados que se devoran la riqueza del país.

Están los otros votantes, los que siguen su conciencia y su libre parecer. Esos son irracionales, porque votan por una imagen, una fe, una emoción. Además son casi siempre irresponsables porque saben poco del personaje. Votan en contra de la politiquería que les repugna, pero la reemplazan por un sentimiento errático, frágil: una bella voz, como la de los locutores de radio; un buen corazón, como el de los curas; una irreverencia como un inolvidable trasero al aire; un carisma, como el de un animador o actriz popular. Sólo muy de vez en cuando esa sensibilidad intuye algunas verdades y la aventura sale bien. Como cuando Bogotá eligió a Mockus por primera vez.

Pero si ese votante, que por lo menos es libre, comenzara a ser más crítico, quizás podría acertar con más frecuencia que un borracho en un casino, apostando a la loca, que es lo que sucede hoy. Aquí van unas recomendaciones que podrían ayudar:

Participar en política no sólo en elecciones, sino en el trabajo barrial, en las obras comunitarias o cívicas, en movimientos estudiantiles o gremiales, en grupos de discusión, en la militancia de algún partido. Allí es donde se conoce de verdad a muchos líderes.

Exigir de los candidatos y de los medios de comunicación menos declaracionitis y más información concreta sobre: cómo ha actuado en el pasado el candidato, cómo ha tomado decisiones, qué carácter tiene, cómo piensa, quiénes lo rodean, quiénes lo financian, de qué vive mientras es candidato (siempre me he preguntado cómo se sostienen candidatos cuya única profesión es esa durante años y años, sin tener que trabajar).

Empaparse bien por lo menos de un problema que tenga la ciudad o el departamento. Y medirle el aceite a los candidatos para ver cómo responden frente a ese problema: si con divagaciones y generalidades, o con promesas imposibles o con tareas concretas y realizables.

Cuidarse de no dejarse llevar por los buenos paquetes publicitarios. Equivocarse con un mandatario tiene un poco más de trascendencia que elegir el shampoo que reseca el pelo.

Hacer saber al público cualquier mala experiencia con algún candidato. Si nos estafó, lo vimos mentir, o sabemos algo que le dé luces a la ciudadanía, es importante denunciarlo, aunque sea en forma anónima, si hay miedo. Después, cuando tenga el poder, ya no habrá nada qué hacer.

Hacer pedagogía electoral; en el lugar de trabajo, en la fábrica, en la casa, en el barrio explicar por qué vender el voto es pan para hoy hambre para mañana.

Y, por último, si su candidato pasó todas la pruebas ácidas, hágale propaganda sin rubor.

Y quedan los votantes del tercer tipo: los ciudadanos esclavos de aquellas regiones donde no se puede tener opinión, y ya ni siquiera vender el voto, pues éste lo obtienen en forma gratuita los nuevos caciques de la política colombiana: los paramilitares y los guerrilleros. Ellos están sustituyendo o se están aliando con los políticos tradicionales en muchas regiones, para quedarse con el poder local. Es la captura mafiosa del Estado, que sólo podría detener una justicia justa y firme, y una fortaleza heroica de los pocos que se atrevan a denunciarlo.

*Editora General Revista Semana

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