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Ruedas de molino

La decisión de adelantar una reforma electoral vía “Fast Track”, erosionaría la posibilidad de un entendimiento con la oposición que la haga legítima

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
7 de abril de 2017

Se ha dicho que el acuerdo con las Farc es “el más completo del mundo”. Debe serlo por su extensión (casi no hay tema que deje al margen) y por su profundidad (pocos textos más prolijos). A mí no me alegra. Esas características demuestran que, en sentir de quienes lo suscribieron, la fractura de la sociedad colombiana es enorme y, por consiguiente, la precariedad del Estado abismal. Consciente de las muchas debilidades y falencias que deben corregirse, no comparto la visión catastrofista que subyace en el contrato entre nuestro Gobierno y ese grupo, que, sin duda, avanza hacia el desarme.

No obstante, considero que el sistema y las instituciones electorales colombianas requieren reformas de fondo. Ante todo, es preciso modificar la estructura del Consejo Nacional Electoral: es inadmisible que un órgano dotado de funciones jurisdiccionales en materia electoral sea integrado por magistrados postulados por los partidos políticos. No conviene que “los ratones cuiden el queso”, suele decirse.

Por el contrario, la Registraduría Nacional del Estado Civil funciona razonablemente bien: ha demostrado ser eficiente e imparcial. En cuanto a las reglas electorales hay que avanzar en materias tales como el voto electrónico y la regulación de las encuestas en época de elecciones para evitar la manipulación de los electores.

Por lo tanto, haber estipulado la creación de una misión electoral, dotada de nivel intelectual y moral adecuados, como la que, en efecto, se puso en marcha, fue una buena determinación adoptada en el Acuerdo del Teatro Colón. Conviene detenernos en algunas de sus recomendaciones.

La principal de ellas, a mi juicio, consiste en establecer el sistema de listas cerradas para la elección popular de cuerpos colegiados. Esto se traduciría en que los ciudadanos votaríamos por las listas de candidatos que el partido inscriba y no directamente por estos; el número de parlamentarios elegidos por cada lista sería proporcional a los votos obtenidos.

El efecto de esta innovación consiste en trasladar las contiendas entre quienes aspiran a ser candidatos -y a quedar ubicados en los primeros lugares en la lista- del mercado informal, con frecuencia corrupto, al interior de los partidos. Estos, a su vez, tendrían grados mayores de libertad pero, al mismo tiempo, de responsabilidad. Se acabaría, por ejemplo, la feria de los avales: si alguien, elegido por el partido, delinque o comete faltas disciplinarias relacionadas con el proceso electoral, el partido sería automáticamente sancionado.

En cuanto al espinoso tema del financiamiento, comparto la necesidad de mantener el aporte parcial del Estado, pero entregando los recursos a los partidos, no a los candidatos, en valores que, siendo realistas en cuanto a los costos, acoten la duración de las campañas. En consecuencia, se desecharía la propuesta de que las expensas de las campañas, en su totalidad, sean estatales.

De acuerdo con esta posición. Nada garantiza que, de la misma manera que hoy se exceden con facilidad los límites de aportes privados, si se optaré por un esquema de soporte público pleno, la infracción consistiría en entregar aportes en especie muy difíciles de detectar. De otro lado, si todo el financiamiento fuere estatal se complicaría la tarea de filtrar a los “loquitos” o meros oportunistas que, sin representar opciones políticas serias, quieren figurar en las campañas. ¿Dónde trazar la raya?

Creo además que convendría crear con recursos estatales una plaza virtual amplia para que los partidos y sus candidatos puedan exponer y, sobre todo, debatir sus propuestas. Los mínimos espacios que en la actualidad se conceden deberían ser mucho mayores (y mejores) durante los periodos de campaña.

En contra de la idea de establecer el voto obligatorio, habría que decir que la democracia no se consolida por medios coercitivos; y que, si esa iniciativa se adoptare en la práctica, sería imposible sancionar a los infractores que seguramente serían muchos. En cuanto al voto forzoso a los dieciséis años constituiría un abuso contra los jóvenes que, a esa edad, tienen otro tipo de preocupaciones, lo cual podría llevarlos a votar en blanco o a castigar el sistema político acogiendo opciones extremas en cualquier dirección del espectro ideológico.

Me parece un despropósito la propuesta de que la Cámara de Representantes esté integrada por una muchedumbre de trescientos miembros. Lo que necesitamos es lo contrario: bastantes menos parlamentarios para que sean visibles y para estimular a los mejores ciudadanos a buscar una curul. No porque los congresistas sean muchos se garantiza la pluralidad que, en teoría al menos, es función de que haya varias formaciones parlamentarias sólidas sin que se llegue a la atomización. Más no es mejor.

Dejemos atrás las propuestas para ocuparnos de su implementación. La inclinación inicial del Gobierno, cabe suponerlo, consistiría en poner a funcionar el Fast Track. En fin de cuentas esa guillotina poderosa fue adoptada para proceder con celeridad a la implementación de los acuerdos con las Farc.

Dejando de lado los argumentos de tipo legal, la razón básica para que el Gobierno no caiga en esa tentación es de orden político. La llamada “Comisión de Seguimiento, impulso y Verificación de la Implementación del Acuerdo Final (CSIVI)”, es un organismo paritario integrado por las Farc y el Gobierno que controla el proceso de expedición de las normas de ejecución, tanto que puede verificar si esos proyectos normativos corresponden o no a lo acordado. Esto significa que, si se utiliza el Fast Track, la coalición que hoy gobierna a Colombia (las Farc y la Unidad Nacional) impondría a las minorías (el Polo y el Centro Democrático) las pautas de la contienda electoral. Por supuesto, ese procedimiento sería ilegítimo. Las reglas del juego deben ser producto de amplios consensos.

Adenda. El Congreso ha ordenado la incorporación del Acuerdo de Paz a la Constitución por la vía de obligar a todas las autoridades a respetarlo. De allí que, en caso de conflicto entre sus disposiciones y el Acuerdo, este tendrá prevalencia. Así se protocoliza el fin de la Carta del 91, ahora sustituida por un cóctel de flores y frutas del que ella será, apenas, un componente subalterno. ¿Comulgará la Corte con esta rueda de molino?

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