Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

Adiós a las armas

Con dificultades previsibles (y solubles) avanza el proceso que convertirá a los integrantes de las FARC en ciudadanos. El reto es enorme para ellos y para nosotros.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
3 de marzo de 2017

El conflicto armado colombiano presenta características que lo singularizan y hacen diferente de muchos otros. No es, en primer lugar, una guerra civil que haya durado 52 años, tesis de las FARC que el Gobierno infortunadamente suscribió apartándose en esta materia de la postura de todos los gobiernos precedentes.

Haber reconocido la existencia de una guerra civil implicó conceder a las FARC la condición de “rebeldes con causa” y limpiarles así la cara por sus actividades meramente delincuenciales. De allí dimana una situación paradójica: no son ellas parte del problema del cultivo de coca y la exportación de drogas ilícitas, sino corresponsables con el Estado en su solución. Y como la duración de la guerra “coincide” (son cosas del azar) con los mitos fundacionales de esa guerrilla, la obvia conclusión es que sus comandantes son la contraparte del Estado para superar la guerra civil.

Tampoco los factores determinantes del conflicto son religiosos, derivados de anhelos independentistas o encaminados a derrocar un régimen dictatorial. No han sido étnicos así las comunidades indígenas y negras hayan soportado buena parte del gravamen por factores circunstanciales: vivir cerca de ciertos corredores estratégicos.

Estos factores dificultan a los observadores extranjeros un entendimiento cabal de la realidad nacional. Los ejemplos abundan: Richard Branson, empresario inglés con buena pinta, estuvo recientemente en Colombia dando “cartilla” sobre cómo avanzar en pro de la paz. Por fortuna no pasó de decir obviedades. Como sus referentes eran Sudáfrica e Irlanda del Norte, cuyos conflictos fueron sustancialmente diferentes al nuestro, si hubiera sido más prolijo, probablemente habría soltado un montón de sandeces.

A pesar de las diferencias conceptuales existentes sobre el origen del conflicto y la forma de resolverlo, hay una dimensión en la que el nuestro es semejante a cualquiera otro; para ponerle fin se precisa convertir un conjunto de personas armadas en ciudadanos. El reto es enorme pero no imposible. Muchos de los antiguos guerrilleros carecen de educación formal y las habilidades que han desarrollado básicamente están referidas a actividades militares.

Desde años atrás Colombia ha desarrollado instituciones y programas para devolver desmovilizados a la vida civil. En la actualidad, esa responsabilidad está a cargo de la Agencia Colombiana de Reintegración. En el período comprendido entre el 2002 y el 2016 han pasado por los programas estatales de reinserción casi 60.000 personas, número suficiente para haber estructurado, bajo el principio básico de ensayo y error, y acopiando experiencias internacionales, un acervo adecuado de conocimientos para ejecutar bien la tarea. Sin embargo, la atención de la desmovilización masiva e instantánea de un contingente de más de 6.000 guerrilleros da la impresión de que excede sus capacidades actuales. Lo confirma este dato: en su mejor año, que fue el 2008, los inscritos en el programa fueron aproximadamente 3.000.

Por lo tanto, se requiere trabajar con urgencia la plataforma logística y, ante todo, la disponibilidad de personal capacitado para ejecutar los programas. Recordemos que el día D+180 se pone fin al funcionamiento de las zonas de concentración. ¿Será que ese día los guerrilleros “se van para sus casas”? No es tan sencillo. Algunos de ellos quedarán cobijados por medidas de seguridad para garantizar su comparecencia ante la justicia. Los demás, que serán los que reciban amnistías automáticas o de jure, son candidatos elegibles para los programas de reinserción.

No lo he leído, pero me parece obvio que, en rigor, participar hasta el final en los programas de reinserción no puede ser obligatorio (quien no tiene cuentas con la justicia es libre como el viento), pero sí será condición necesaria para recibir los apoyos económicos e institucionales del Estado. Y en cuanto a la simpleza de “irse para sus casas”, habrá que asumir que muchos no la tienen y que, además, ofrecer los programas gubernamentales a personas que se dispersan no es una opción viable.

Por estas razones hay que pensar que las estructuras provisionales que se están levantando con algún retraso en las zonas de concentración y en los campamentos, al menos en parte deberán ser habilitadas como sedes de los programas de reinserción. Habría que resolverlo desde ya para que no haya baches en meses posteriores.

Una vez los antiguos guerrilleros se hayan “graduado” en los programas de reinserción, serán ciudadanos en pleno uso de sus derechos civiles y políticos, lo cual, por supuesto, no es suficiente por sí solo para ganarse el pan de cada día. Los caminos que a ese fin conducen son tres. Conviene decirlo con claridad desde ahora.

Algunos pedirán apoyo para instalarse por su cuenta como trabajadores del campo o proveedores de servicios (transporte, comercio, peluquería, etc.). Esto implicará esfuerzos de capacitación como de provisión de recursos de capital y un acompañamiento prolongado. Otros demandarán empleo en actividades privadas, un gran reto para nuestros empresarios.

Un tercer grupo va a buscar que se les vincule a la fuerza pública. No hay que asustarse por esa posibilidad siempre que, como es indispensable, se apliquen criterios rigurosos de selección. Se ha hecho así en otros países, en general con éxito.

Culmino diciendo que proteger las vidas de quienes se desmovilicen y reintegren es un compromiso solemne. Lo mismo cabe decir en relación con los activistas sociales, sean cuales fueren sus tendencias ideológicas. No podemos permitir que se repita la historia de la Unión Patriótica.