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Relato erótico

El maese Pretelt se saca el uribito mientras su amigo agarra a la dama de los cohechos, le ponen los muslos en u y le hunde el referendo hasta el fondo

Daniel Samper Ospina
21 de marzo de 2009

Cuando supe que Rudolf Hommes se había lanzado a hacer un cuento erótico me imaginé lo peor: me parecía un contrasentido que una persona experta en hacer que la gente se apriete el cinturón pudiera saber algo de erotismo.

Además, temí que por haber estado en la política los términos de su relato tuvieran una pesada influencia de ese mundo. Una vez me pasó. Tuve que ir a un coctel de dirigentes liberales que hablaban de sexo y de política, y al final nunca supe si se referían a una cosa o a la otra. A veces decían que eran buenos para mover las masas, agitar el trapo y aceitar la maquinaria, y lo mismo podían estar refiriéndose a las habilidades de Amparito Grisales en su vida privada, que a las de Name Terán en su vida pública.

Animado por el cuento de Hommes, que me pareció muy bueno, procuré escribir yo mismo un relato erótico. Como no tenía nada más a mano, busqué inspiración en los periódicos de esta semana. Descarté como argumento la visita de David Murcia a la casa de doña María Eugenia porque podía salir algo medio pornográfico, y esa no era mi idea. Además no pude entender nada de ese escándalo: ¿qué tenía de sospechoso el hecho de que un mechudo entrara a la sede del Polo? ¿Acaso Murcia no tenía pinta de líder de las juventudes del Polo, con ese aire de charanguista de los Amerindios? En Palacio su presencia sí habría sido dudosa: allá a los mechudos les dan en la cara y les dicen maricas. Pero en la sede del Polo los mechudos entraban como paras por el garaje de Palacio: sin ningún misterio.

Descarté ese tema, digo, pero se me ocurrió otra historia erótica.

El relato sucede en la Edad Media, que es donde parecemos estar ahora. Allá existía un feudito medieval en el cual estaba prohibido hacer orgías.

En aquel feudo vivía una doncella hermosa y regordeta, Yidiselda, apetecida por dos miembros de la corte: maese Pretelt y maese Palacio, vasallos de Álvaro II, un rey que, como todos los de esa época, era bastante oscurantista, y que solía hablar sin majestad, como un burdo señor feudal: con dichos y en diminutivos.

En un momento de la historia, maese Pretelt y maese Palacio se sienten atraídos por las suculentas carnes de Yidiselda, aunque saben que acceder a ella es delito que los puede llevar a la hoguera.

Pero no se resisten a la tentación y deciden cortejarla. Le ofrecen jugosas dádivas a cambio de que les dé a ambos lo que el rey llamaba "el gustico".

Como la mujer no es propiamente una santa y sabe que en aquella abadía las orgías son una práctica clandestina pero generalizada, accede.

Entonces sucede la parte más jugosa del cuento, pero como soy persona pudorosa y de férreos principios católicos, me frené: no sabía con qué lenguaje describir las escenas sexuales. Al final decidí ser directo, casi vulgar.

De modo que escribí que estos dos hombres se encierran con Yidiselda en un monasterio y los tres hacen porquerías. Sin pudor alguno, la dama se baja las enaguas y les muestra de frente todo el sabas. Excitado, el maese Pretelt se saca el uribito mientras su amigo agarra a la dama de los dos cohechos, le ponen los muslos en U y le hunde el referendo hasta el fondo. Entonces maese Pretelt le da un uribesito a la dama en todo el cossio, y le palpa el pechito santos mientras el otro la lombanea por todas partes. Unos puercos.

Después de recibir sus favores sexuales, los hombres le incumplen a Yidiselda lo que le habían prometido y ella, herida, decide contarle a un juglar todo lo que sucedió, a pesar de que su confesión termine inculpándola.

En esta parte el relato parece obvio: a Yidiselda la queman por haber hecho una orgía con los dos maeses. Y cuando todos esperan que a los dos maeses los culpen por lo mismo, porque una orgía no se hace con una sola persona, sucede un giro increíble: ni siquiera los excomulgan.

Es absurdo, yo sé: pero es la magia de la literatura.

Desde luego, es necesario justificarlo en el relato. Y para eso me inventé que había un nuevo encargado en la abadía para juzgar a esos dos bribones: fray Ordóñez, un fraile rollizo y fanático, precursor de la inquisición y famoso por promover la quema de libros tanto en el reino de España como en Bucaramanga.

Fray Ordóñez era íntimo de uno de los abogados de los bribones, el sagaz Duque de Lombana, lo cual ayuda a comprender las entrelíneas del relato.

Estaba listo para seguir los pasos de Hommes, digo, pero al final decidí no escribir nada. El cuento era demasiado inverosímil. Y ni en Macondo habrían creído que tanto cinismo existiera.

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