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REQUIEM POR EL CORDON

Semana
5 de diciembre de 1988

Parece mentira, y cualquiera tiene derecho a pensar que son embelecos míos, pero desde hace un mes ando buscando un par de cordones negros. Deben ser delgados y redondos, como se usaban antes, porque los ojetes de mis zapatos son demasiado pequeños.
Inutiles han sido mis esfuerzos. He recorrido metro a metro grandes supermercados, pequeñas tiendas de barrio, cacharrerías ambulantes, negocios de miscelánea, abarrotes de mescolanza, pero todo ello es infructuoso. El general Maza Márquez, conmovido por mi incesante busqueda, puso a tres de sus mejores sabuesos a colaborarme en la tarea. Los detectives registraron hasta el más humilde ventorrillo, hicieron pesquisas en cada vecindario y estuvieron, incluso, tentados a allanar tres zapaterías remendonas.
Todo fue en vano. Tiempo y trabajo perdidos porque el cordón ha muerto. Lo mataron los mocasines. Dale, Señor, el descanso eterno, y brille para el la luz perpetua. Yo no se que vamos a hacer ahora los anticuados que nos negamos a caer en las trampas que nos tiende la moda. Quién sabe hasta cuando seremos capaces de resistir esas tentaciones. A lo mejor, un día de éstos, nos veremos en la necesidad de salir descalzos a la calle.
Cuando yo era niño se usaban todavía las polainas trenzadas. Las cintas, que pasaban por un entramado de remaches de acero, terminaban anudadas en la rodilla. Ponerse los botines, o quitarselos, era un acto de paciencia sobrenatural. Mi madre nos hacía colocar carramplones en los tacones para que no se acabaran tan rápido. Cuando caminábamos sobre cemento parecíamos unas mulas acabadas de herrar.
Desde entonces profeso un miedo reverencial a los mocasines. Los detesto porque se me salen mientras ando. No puedo vivir sin cordones. Pero ellos, como tantas otras cosas que hacian más amable la vida, han desaparecido en la turbulencia del progreso.
El cordón es el lazo que une nuestros pies a la tierra. Gracias a sus servicios nos sentimos atornillados con sólidez al suelo.
Siempre me ha perseguido una miedosa fantasía: supongo que cuando uno calza mocasines va a salir volando, en el momento menos pensado, porque no tiene nada que lo ate a la realidad. Creo con firmeza que el hombre, como los radios viejos, necesita una antena a tierra.
Lo que pasa al fin y al cabo, es que la vida se vuelve implacable con los seres indefensos -como el cordón- y arrastra con ellos aprovechandose de su bonhomía. Los revólveres, en cambio, no se acaban nunca. Cada día hay más cuchillos y pólvora, pero menos velas de sebo.
Hablando de sebo, y ahora que caigo en cuenta, a uno de mis hijos le dio el otro día un cólico miserere. Se retorcía del dolor.Le aconsejé a su madre que le pusiera una barra de sebo de Cuba Como si fuera una cánula. Ella me miro asombrada. No sabia que era eso. "Con lo que me curaban a mi los cólicos cuando tenía la edad de tu hijo", le dije. Ninguno de ellos dos entendio una palabra. "Mi papa a veces habla locuras", fue lo último que le oí decir al muchacho.
Un ciudadano de Medellín, el señor Christian Arias, me remite una larga y hermosa carta sobre estos mismos temas.¿ Qué se hizo el trompo de palo -se pregunta él- y que fue de la vida de las cartas escritas a mano? La suya, naturalmente, viene a máquina.
Y una señora de Tolú, a orillas del Caribe, me hace la placentera amenaza de anunciarme el envio de una botella de "Bay Rum" que conserva desde los tiempos en que su abuela se peinaba con manteca negrita. Ni para qué hablar, Virgen de las Nostalgias, de la alhucema que fabricaba Yemail por allá mismo, si no me equivoco, por esas prodigiosas tierras de Tolú.
No me enreden. Yo lo que quiero es conseguir un par de cordones negros, delgados y redondos. Si no los encuentra, me vere, entonces, en la triste necesidad de tocar de puerta en puerta a ver quien quiere comprar un par de zapatos en buen estado, sin mucho uso, con dos remontas de suela y media de tacón. Son de un modelo clásico, como las zapatillas que usaban deanes y cardenales. Tienen un labrado en la punta, en forma de arabescos, y no requieren betún.
Son más viejos que el hilo de pelotica -que fabricaba Saer en Cartagena y que también murió penosamente- y tienen un solo problema: se les rompieron los cordones. Ustedes sabran para que diablos sirve un par de zapatos de cordones pero sin cordones...

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