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SABUESOS DE LINOTIPO

Al contrario de lo que se dice, el periodismo investigativo sòlo funciona donde sì hay justicia

14 de marzo de 1994

LAS CELEBRACIONES DE LA SEMANA PAsada en homenaje a los periodistas estuvieron acompañadas, como siempre, de algunas reflexiones acerca del comportamiento de este gremio singular, y entre ellas no podía faltar la que se refiere a las temidas unidades investigativas de los medios de comunicación.
Trazar la línea divisoria en el periodismo entre lo que es y lo que no es investigativo es prácticamente imposible. Todo aquello que no sea la narración literal de un episodio puede llegar a considerarse investigativo, según el grado de inteligencia o de estupidez de quien le ponga el calificativo. Pero como el periodismo investigativo se convirtió en género desde hace un par de décadas, el término ha servido para definir todo lo que huela a denuncia generada por los propios periodistas. La caída del presidente Nixon, como consecuéncia de las revelaciones de dos reporteros del Washington Post, es para los periodistas investigativos lo que la resurrección del Señor para los cristianos: el gran suceso.
Es innegable que el periodismo investigativo ha tenido grandes aciertos, y en la propia esencia de la actividad informativa está la obligación de utilizar el inmenso poder de los medios para tutelar los derechos de los ciudadanos en casos en que el Estado no puede o no quiere hacerlo. Pero esa facultad de fiscalización tiene tanto de largo como de ancho. Al periodismo le pasa lo mismo que a las armas de fuego, y es que en sí mismas no son ni buenas ni malas, pues pueden ser empuñadas tanto para combatir los delitos como para cometerlos.
En Colombia las unidades investigativas han florecido con la falsa tesis de que como la justicia no es eficaz, el periodismo debe suplir ese vacío. Y resulta que como la justicia, en efecto, no funciona como debiera, las denuncias periodísticas se vuelven la última instancia para condenar y para absolver. Las unidades investigativas sólo cumplen una verdadera función social en aquellos sitios donde la justicia sí opera, de modo que ante una denuncia documentada de un medio de comunicación los jueces abordan el caso y fallan. Pero no sólo fallan para decidir si la persona denunciada por los periódicos es culpable o inocente sino, también, para decidir si el periodista que resolvió convertirse en juez se queda en la calle o se va para la cárcel.
Alguno de esos investigadores de oficio se daba golpes de pecho la semana pasada por la desaparición de las unidades investigativas, para llegar a la falsa y no menos peligrosa conclusión de que sólo es independiente aquel medio que cuente con una de esas unidades. El peligro está en que al periodismo de denuncia, cuando se vuelve especialidad, le pasa lo mismo que le ocurrió a los grupos de autodefensa: la gente aplaude las primeras apariciones porque los civiles lográn hacer lo que los militares no han hecho, y en un abrir y cerrar de ojos esos paladines de la justicia que disparaban con escopetas de fisto terminan armados hasta los dientes y dedicados de lleno al bandidaje. Se comienza con un artículo bien documentado sobre un autopréstamo en un banco y se termina con un libro que de acredita sin pruebas a un presidente. Esa actitud recuerda el cuento del general que después de 40 años de servicio compró un cañón con la plata de la jubilación y se estableció por su cuenta.
Esa independización del periodista es sólo independencia respecto a los intereses reales de su comunidad. Y como actitud, esa es la madre de otra práctica que ha venido pelechando en estas latitudes, y que consiste en que el poder de la información de los medios se dedica al manejo de la imagen corporativa de las empresas con las que comparten dueño. Por muy autónomos que se sientan, lo cierto es que esta actividad, como la del mercenario, tampoco hace independientes a los periodistas que la practican. Pero ese es tema para otro día.