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Salir del hueco

La inexperiencia de Obama es un soplo de frescura que limpia el aire, lo renueva, lo hace respirable otra vez

Antonio Caballero
8 de noviembre de 2008

Desde hace varias semanas la victoria de Obama era casi una absoluta certidumbre. Y sin embargo ante la contundencia del hecho cierto queda uno estupefacto. ¿Un negro presidente de los Estados Unidos? ¡Un negro presidente de los Estados Unidos! Y encima un negro con un nombre inverosímil: Barack Hussein Obama. No Washington, ni Jefferson, ni Hamilton: nombres de esclavos de los Padres Fundadores.

Sino un nombre extranjero, exótico, amenazador, o, por lo menos, chistoso: "a funny name", decía él mismo en sus presentaciones de campaña. Parece un invento de guión cinematográfico de política ficción, o más aun, de ciencia ficción. Un marciano presidente de los Estados Unidos. Increíble.

Pero el asombro implica la esperanza: las cosas pueden cambiar. Oh, sin excesos, por supuesto. Hace un mes recordaba en esta columna la obviedad de que, aunque sea un gringo negro, Obama es un negro gringo: el nuevo presidente del mismo imperio. Y un imperio no cambia sus intenciones ni su rumbo de un golpe sólo porque haya cambiado el timonel. Cuando un trasatlántico empieza a virar, la maniobra toma muchas horas y se lleva muchas millas, y deja un largo y hondo surco abierto en el océano. Y mueren muchos peces.

Y sin embargo, y por encima o a pesar de la sana desconfianza y de los peces muertos, queda la esperanza. Por varias razones.

La primera es que hay que ver de dónde vino esto: de los ocho años más catastróficos que haya tenido en el último siglo la historia de los Estados Unidos, tanto para ellos como para el mundo. Bajo el influjo de unos fanáticos cegados por la ideología y la arrogancia, el presidente más inepto que quepa imaginar ha hecho retroceder a ese inmenso y poderoso país doscientos años: a la antevíspera de la Revolución Americana y de la Revolución Francesa. Y eso, en todos los aspectos que se puedan venir a la imaginación o a la memoria. La restauración de la tortura, el uso de las invasiones preventivas, el sometimiento a los intereses plutocráticos, el estancamiento de la educación y de la ciencia en nombre de la religión, y en nombre del patriotismo el control policial de los propios ciudadanos y su reconversión en súbditos. ¿Tal como aquí? Tal como aquí también, y como allá, y como acullá. Los Estados Unidos de George W. Bush han sembrado en el mundo el miedo, y con la justificación del miedo el recorte generalizado de las libertades, tanto entre sus amigos como entre sus adversarios: en Colombia y en Cuba, en Israel y en Corea del Norte, en Irak y en Irán, en Zimbabwe y en Francia. Y las guerras. Y el deterioro del planeta. Y el empobrecimiento de los pobres, y el enriquecimiento de los ricos, con el resultado final de la quiebra generalizada de los pobres y los ricos (salvo de los muy, muy ricos). Bush, y su ultraderecha republicana, religiosa, patriótica, plutocrática y belicista, neoconservadora en política y neoliberal en economía, dejan un mundo peligroso y un país desprestigiado y deshecho. Un hueco negro.

Lo cual le permite a Obama la posibilidad de cortar por lo sano y empezar desde cero: nada puede ser peor que el continuismo representado por el ex prisionero de guerra McCain y su cazadora de osos Palin. Obama, respaldado por un Congreso propicio y por la esperanza de más de la mitad de su país y de prácticamente el mundo entero, tiene la posibilidad de salir de ese hueco negro. De desembarazarse de las dos guerras perdidas en que se embarcó Bush, la de Irak y la de Afganistán. De no iniciar una tercera con Irán, o una cuarta con la Corea de Kim Jong Il. De restablecer relaciones sensatas, y no de odio patológico o ideológico, con el Irán de los ayatolas, la Venezuela de Chávez, la Cuba de Raúl Castro (y de Fidel), la Rusia de Medvédev (y de Putin), la inmensa China inescrutable. De enderezar, en lo interno, la economía y la justicia. De recuperar el prestigio moral de los Estados Unidos, manchado por Guantánamo y las otras cárceles secretas de la CIA, y su capacidad de contribuir al bienestar colectivo de la humanidad anulando el rechazo (a la vez egoísta y suicida) del protocolo de Kyoto sobre el medio ambiente.

La tercera razón por la que Obama encarna la esperanza está en su propia inexperiencia: esa misma inexperiencia de que lo acusaban sus experimentados adversarios, los responsables de la catástrofe. La inexperiencia de Obama es un soplo de frescura que limpia el aire, lo renueva, lo hace respirable otra vez. Tan importante como las medidas prácticas del cambio (y habrá que ver el nuevo gabinete, y habrá que ver las nuevas propuestas legislativas) es la sensación sicológica de que el cambio puede hacerse. Pues la depresión reinante no es sólo económica, sino sicológica.

Así era también la otra, la Grande, la de los años treinta, que heredó Franklin Roosevelt de los republicanos. Su receta para enfrentarla (sumada a cientos de recetas de sensatez práctica) fue sicológica, resumida en una fórmula que Obama cita a menudo: "A lo único que le debemos tener miedo es al miedo mismo". Que los electores norteamericanos no hayan tenido miedo de escogerlo como presidente a él, un negro y un desconocido, muestra que están perdiendo el miedo. Y vuelve -tal vez; ojalá- a darle la razón a la vieja observación de Winston Churchill:

—Siempre se puede confiar en que los norteamericanos terminen haciendo lo debido una vez que han agotado todas las demás posibilidades.
 

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