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¿Según el estrato de la víctima es el valor de la recompensa?

Podría pensarse que la representatividad social de las víctimas dentro de una comunidad es una variable significativa a la hora de establecer el monto de una recompensa.

Semana
26 de enero de 2011

¿Existirá una tabla de Excel, un cuadro en Word, un borrador escrito a mano o por lo menos una ecuación mental que pueda hacerse pública y le permita a la ciudadanía conocer el mecanismo mediante el cual las autoridades civiles, militares y policiales en este país calculan el valor de una recompensa que se ofrece como estímulo para capturar al responsable de un crimen?

Esta pregunta me viene a la cabeza cada vez que un funcionario del orden nacional departamental o municipal, así como a un oficial de Policía o Ejército, ofrece una determinada suma de dinero al ciudadano que, como dice el guión, “dé información que conduzca a la captura” de un criminal que acaba de cometer un homicidio, un atentado dinamitero, una violación o un hurto.

¿De dónde sale la cifra? ¿Hay acaso una ley, decreto, ordenanza, acuerdo o directriz que regule la cantidad de dinero ofrecido? Todo recurso económico que gaste la administración pública proviene de los impuestos cobrados a la ciudadanía. Por tal motivo, creo que ya es hora que alguien explique no sólo de qué fondos salen esas recompensas y quién las controla, sino cómo se fijan las cantidades a ofrecer.

Una vez reposados los ánimos, muy tristes por cierto, que generaron los homicidios en San Bernardo del Viento de Margarita Gómez y Mateo Matalama, quienes cursaban sus estudios en la Universidad de los Andes, decidí atreverme a plantear el dilema sobre el pago de recompensas porque, dadas las evidencias, las autoridades deben explicar con claridad por qué hay diferencias en la oferta de recompensas cuando el crimen es el mismo.

Basta comparar dos hechos ocurridos durante la misma semana para reforzar esa solicitud. De un lado, la muerte de los dos estudiantes, ocurrida el 10 de enero; de otro, el homicidio de Azael Ricardo Loaiza, Personero de la localidad de Aguadas, en el departamento de Caldas, cometido el 13 de enero. En ambos casos, se ofrecieron recompensas. Por información sobre los autores de la muerte de los universitarios, el Presidente de la República ofreció 500 millones de pesos, y por la del funcionario municipal, el Gobernador de Caldas prometió 10 millones de pesos.

¿Al observar la notable diferencia económica se podría confirmar la hipótesis según la cual el estrato socioeconómico de la víctima y su cercanía con los círculos de poder político y económico, determinan el valor de la recompensa? Por ahora, y mientras no hayan explicaciones técnicas, sustentadas en normas legales vigentes, me atreveré a responder que sí se confirma, pues de acuerdo a los datos comparados, el monto de la recompensa parece que se establece obedeciendo a criterios de clase.

Un elemento simbólico que refuerza esa afirmación se desprende del escenario en el cual se hizo el ofrecimiento de los 500 millones de pesos: fue el presidente Juan Manuel Santos en la sede de la Universidad de los Andes. Ese aspecto le da una mayor relevancia al crimen perpetrado contra los estudiantes, lo convierte, de manera automática, en una preocupación de Estado y, a su vez, de clase. ¿Alguien escuchó al Presidente referirse al crimen del Personero de Aguadas?

En defensa del ofrecimiento diferenciado de recompensas, podría afirmarse que la cantidad de dinero estimado se relaciona con el tipo de criminal que perpetra el homicidio. Eso tendría cierta lógica, pues no es lo mismo intentar capturar a un integrante de una banda criminal emergente que a un inexperto sicario que quizás mata por primera vez. Pero tal explicación pierde fuerza al observar la dinámica del conflicto armado en el departamento de Córdoba durante el año 2010: allí perdieron la vida de manera violenta 575 personas, la mayoría de ellas a manos de grupos como ‘Rastrojos’, ‘Paisas’ y ‘Urabeños’, en su disputa por el territorio y los circuitos de exportación de cocaína a los mercados internacionales aprovechando la ubicación estratégica de esta región del país.

Por ninguno de esos homicidios se ofrecieron 500 millones de pesos para capturar a los responsables y tampoco tal cantidad de muertos sacó del aletargamiento en el que se encontraba el Gobierno Nacional con respecto al control de las llamadas “Bandas Criminales Emergentes”. Bastó el asesinato de dos estudiantes de una prestante universidad capitalina para que las autoridades salieran de la modorra y procedieran a actuar de manera contundente desplegando fuerzas especiales para dar con la captura de los responsables, lo que deja entrever, a mi juicio, una reacción de clase.

Podría pensarse que la representatividad social de las víctimas dentro de una comunidad es una variable significativa a la hora de establecer el monto de una recompensa, pero tal argumentación también se desvaloriza si se compara el ofrecimiento en el caso de los estudiantes de la Universidad de los Andes con el del Personero de Aguadas. Y más aún, si se compara también con el del periodista Clodomiro Castilla Ospina, asesinado en Montería el 20 de marzo de 2009, y la líder campesina Yolanda Izquierdo, baleada por sicarios el 31 de enero de 2007, también en la capital de Córdoba. En ambos casos, el Gobierno Nacional ofreció 50 millones de pesos.
 
En conclusión, este mínimo análisis comparado de valores de las recompensas revela detalles que, a mi juicio, deslegitiman el concepto clásico de democracia, que consagra la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Las circunstancias analizadas me demuestran que tal igualdad es un recurso retórico, nada más. Y mientras alguna autoridad competente no ofrezca explicaciones técnicas y legales que aclaren por qué hay un manejo diferenciado en las sumas ofrecidas, seguiré pensando que el valor de la recompensa se fija “emocionalmente” y de acuerdo al estrato socioeconómico de la víctima y a su cercanía con el poder político y económico.
 
(*) Periodista y docente universitario


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