Home

Opinión

Artículo

Seguridad (I): ¿cuál es la discusión?

El fiscal, el agente del DAS o el policía no son enemigos del (presunto) raponero; pero el policía o el soldado sí son enemigos del (presunto) guerrillero

Semana
23 de septiembre de 2002

En su discurso ante la ONU, el presidente Uribe lo dijo de modo estremecedor: "Colombia tiene que enterrar cada año a 34.000 víctimas de la violencia. Durante los últimos cinco años sufrimos 8.000 actos de destrucción colectiva; 280 poblaciones fueron atacadas; 16.500 personas fueron víctimas del secuestro; dos millones de personas han sido desplazadas; 390 alcaldes, nueve gobernadores y 107 diputados están bajo amenaza de muerte. Y la violencia compromete cuatro puntos del Producto Nacional".

Así que no hay lugar a dudas: la primera obligación del Estado es garantizarnos la seguridad, y para eso la Fuerza Pública necesita cuantos recursos y atribuciones sean necesarios.

Al lado de este hecho incontestable, hay otro punto sólido como una roca: la capacidad represiva del Estado tiene que recaer sobre los responsables de aquellos homicidios, masacres, desplazamientos, secuestros, ataques terroristas y amenazas de muerte.

Por eso las acciones militares contra las Farc, el ELN o las AUC no tienen ninguna limitación distinta de las que impone el jus belli (crueldad innecesaria, remate de prisioneros, venenos o armas biológicas?). La Fuerza Pública tiene el derecho y además el deber de aplicar todo su empeño a eliminar o inhabilitar al combatiente enemigo. En esto precisamente -en la legitimidad de matar a otro ser humano- radica el horror moral de la guerra.

Por eso en la ley colombiana no existen trabas para la acción militar strictu sensu. La prueba está en que ningún miembro de la Fuerza Pública ha sido acusado o juzgado por actos en combate. Hay casos como el de los soldados de Pueblo Rico, investigados por la muerte de seis niños pero -precisamente- porque no había "combate".

Las leyes en discusión -como el 2002- se refieren pues a los no combatientes es decir, a individuos sin uniformes, armas visibles o distintivos que indiquen su pertenencia al grupo criminal. Y es aquí donde el otro principio entra a jugar: el peso riguroso de la represión debe caer sobre los que son pero cuidarse de caer sobre los que no son.

Claro que en este mundo nunca podremos estar seguros de si fulano de tal es o no es. Dicen algunos que si el fulano tiene fama de ser, es; o si la gente de bien cree que es, es; o si a mengano o a mí nos consta que es, es. En otros tiempos incluso se creía que si el fulano se quemaba en la hoguera o se ahogaba en el río era que Dios estaba diciendo que sí era.

Pero hace cosa de tres o cuatro siglos, la humanidad topó con una idea mejor: como las pruebas son el punto esencial y a la vez más dudoso de la justicia, hagamos que unas personas tan imparciales y especializadas como sea posible se encarguen de filtrarlas. Esas personas se llaman "policía judicial", y sobre ellas recae la tarea de impedir que fulano quede impune por falta de pruebas o que lo condenen con pruebas aparentes.

En su justa guerra contra la insurgencia, el gobierno pretende que la Fuerza Pública haga el papel de policía judicial, y en este sentido ya ha avanzado tanto como supone que permitirá la Corte Constitucional. Pero al margen de finezas jurídicas, queda el hecho de que, en esta materia, la Fuerza Pública no es imparcial. El fiscal, el agente del DAS o el policía no son enemigos del (presunto) raponero; pero el policía o el soldado sí son enemigos del (presunto) guerrillero. Esa es la diferencia y ahí está la discusión.

A uno le desespera que un criminal tenga tantas garantías. Lo malo es que hay que probar que ese sea el criminal. Por eso, lo que en el fondo la opinión reclama y el gobierno busca es que demos por probado lo que habría que probar: los sospechosos o "altamente sospechosos" son culpables mientras no logren demostrar su inocencia.

Práctico. Pero contrario a aquella sabia idea que halló la humanidad hace tres o cuatro siglos.

Noticias Destacadas