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De pasión y muerte

Apelando a la caridad cristiana, no impida que otros intenten aliviar la rudeza de las condiciones extremas del cuerpo con la puesta en práctica de una muerte digna. Estoy segura de que, si su Dios es bondadoso, le agradecerá que facilite acortar las estaciones del viacrucis a alguien en condición de enfermo terminal. Este no es un tema de divinidad, es de humanidad.

Ana María Ruiz Perea, Ana María Ruiz Perea
26 de marzo de 2018

El viacrucis, esa cadena del martirio que se representa en la Semana Santa, es la metáfora de los obstáculos y los dolores que golpean aun peor que el momento culmen de la muerte. Es la gran advertencia de que no basta con morir, hay que sufrir en el estar muriendo.

La representación de la pasión y muerte del hijo de Dios muestra, año tras año, las infamias de un invasor en contra del pueblo conquistado. Es un avance humanitario que los penados a muerte no sean más un espectáculo de masas, ejemplarizante por bárbaro. Muchos pueblos usaron diferentes maneras de ejecutar una pena de muerte en público, con técnicas variadas como la crucifixión, la guillotina, la horca o la decapitación. Montar estos espectáculos de pena de muerte en plazas abarrotadas de público sediento de sangre, fue una fórmula exitosa con la que los gobernantes lograban, en una misma escena, castigar al infractor (de cualquier cosa, no importa), vengar el ‘honor’ (entiéndase como quiera esa expresión) y disciplinar, hacer dócil a la sociedad dominada.

En tiempos del emperador Tiberio, los conquistadores romanos habían instalado en la provincia de Judea un centro político y militar para la expansión del Imperio romano de oriente. Desde las puertas de Jerusalén, el águila imperial imponía su régimen con prefectos, pretores y gran cantidad de funcionarios públicos imperiales; con soldados y generales del ejército más grande del mundo; con castigos aleccionadores e intimidantes; con obligación de tributos a Roma y sanción a las expresiones culturales y religiosas del pueblo judío. Era de esperar que un gobernador déspota como Poncio Pilatos montara el espectáculo del escarnio público, las torturas y la muerte en la cruz para acabar con un líder tremendamente carismático que, se podía intuir, ponía en riesgo la operación del Imperio en sus colonias.

Primero hizo como que lo juzgaba, bajo la justicia laxa que no investiga ni prueba el delito, y al final se lavó las manos entregándole la decisión de la muerte al pueblo. Y el líder murió en una cruz con dos colegas de desgracia llamados Dimas y Gestas, los dos ladrones que, lejos de deshonrar con su presencia al protagonista indiscutible de la escena, lo humanizan.   

Con el pasar de los siglos los pueblos creyentes y seguidores de esta historia dieron forma a la solemnísima celebración de la pasión y muerte de Jesucristo, o Semana Santa. Esta festividad religiosa gira alrededor de la manera como se muere en santidad, padeciendo con templanza, aguantando el maltrato hasta morir como el ‘Eccehomo’, esa representación de Jesús sangrante, con el cuerpo lleno de heridas, que reina sobre el mundo desde un trono. Generación tras generación, siglo a siglo, nos han enseñado que el sacrificio pone el cielo en la mano de quien lo realiza, como los mártires que murieron perseguidos por propagar la historia del Cristo crucificado.

Viendo desde esta perspectiva a la Semana Santa, se entiende la convicción mística de quienes se oponen a cualquier forma de muerte digna, eutanasia o suicidio asistido. Está en lo profundo de sus creencias que, así como Dios no le recortó a su hijo el padecimiento en tiempos de Poncio Pilatos, tampoco permite que aliviemos nuestros sufrimientos porque él tiene toda la discrecionalidad para cortarnos el chorro de la vida cuando así lo decida.

La química farmacéutica, la medicina y la tanatología han hecho lo suyo para que hoy en día vivamos más tiempo, con una mayor calidad de vida, y más allá, también nos permitamos pensar en una muerte digna como la posibilidad del cuerpo atormentado de liberarse de un sufrimiento desbordado o de un procedimiento invasivo. Quienes apoyamos la muerte digna le hemos dado un giro a la expresión “Dios sabe cómo hace sus cosas”, para asumir que las personas tenemos la posibilidad de decidir sobre nuestro propio cuerpo, y que tenemos autonomía para tratar de evitar un sufrimiento extremo.

En esto, como en el ejercicio de tantos derechos, amigo o amiga creyentes no se estresen; nada ni nadie les va a practicar una eutanasia, les va a imponer el divorcio o a provocar un aborto sin su autorización, así como nada ni nadie le quitará tampoco su sentido desgarrador a la celebración de muerte del hijo de su Dios. Pero, apelando a la caridad cristiana, no impida que otros intenten aliviar la rudeza de las condiciones extremas del cuerpo con la puesta en práctica de una muerte digna. Estoy segura de que, si su Dios es bondadoso, le agradecerá que facilite acortar las estaciones del viacrucis a alguien en condición de enfermo terminal. Este no es un tema de divinidad, es de humanidad.

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