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Semblanza de un lagarto

El Congreso acaba de aprobar en primer debate un proyecto de ley que busca definir y regular el oficio de la lagartería, mejorándoles el estatus social a sus célebres miembros al convertirlos en “profesionales”.

Germán Uribe, Germán Uribe
26 de diciembre de 2014

Tan maltratado como lo pueden ser las inofensivas lagartijas en manos de un niño travieso, así ha sido por los tiempos de los tiempos este espécimen de nuestra fauna social que todos conocemos y a quien todos llamamos con desprecio, lagarto. Sin embargo, vaya sorpresa. Él, que siempre se ha esforzado porque se le acepte tal y como es en su estilo zalamero y hostigante cuando se obstina en conseguir lo que sea, ahora, por obra y gracia del Congreso de la República y por iniciativa de su ilustre congénere, el senador Roy Barreras, va a obtener sobre sí una mirada remozada con visos de evidente reivindicación que hará por mejorar su estropeado prestigio.  

Todo parece indicar que aparte de que a los lagartos se les mejorará su estatus social, se le honrará con una ley de la República la cual, por añadidura, da muestras de querer ascenderlos a la categoría de profesionales, o “doctores”, título que con tanta porfía han luchado por conseguir y merecerse.    

Pue sí. La noticia que nos llega es la de que el Congreso en primer debate acaba de aprobar un proyecto de ley que busca definir y regular el oficio de la lagartería, elaborando un registro único de cabilderos o lagartos, propuesta que persigue equilibrar las condiciones de acceso y manejo en asuntos de interés de grupos y personas que vayan tras la consecución de proyectos o iniciativas parlamentarias o gubernamentales que los puedan beneficiar a ellos o a quienes ellos representan, ofreciéndoles un único registro electrónico de cabilderos administrado por la Secretaría de Transparencia de la Presidencia de la República. De igual manera, el proyecto precisa la “indebida representación de intereses” y le pone coto al barullo y la puja desenfrenada estipulando obligaciones, prohibiciones y derechos de todos los insignes miembros de dicha legión.

Para mí es una vaina tener que escribir sobre los lagartos por cuanto, de un lado, confieso que jamás han dejado de producirme cierta lástima pese al tufillo servil y adulador que exhalan, y del otro, porque son seres humanos que probablemente no tienen la culpa de ser así, o que sin son así es precisamente por culpa de quienes los llevan con su repudio y “qué joda”, a asumir con más vehemencia posturas mendicantes y a arrastrar su dignidad acicalándose, para encubrir su miserable condición, con grotescos pachulis, atavíos rutilantes y zapatos bien embetunados que les retratan tal cual en su ostentosa fantochería.

Y, además, porque también me atrevería a decir como dijo San Juan que había dicho Jesús, que el colombiano que no lleve in pectore “un verde lagarto verde”, que tire la primera piedra.  

A nadie en nuestra sociedad se le puede identificar más fácil, y a nadie tampoco creer menos. Al lagarto no se le cree porque deambula a toda hora exponiendo la desnudez de sus intrigas al compás de destempladas lisonjas, y porque su impronta de acosador y pedigüeño lo hace, más que insufrible, azaroso. ¿Cómo no reconocerlo si su tránsito mundano se funda y exhibe eternamente a través de las súplicas, las acechanzas impúdicas y las genuflexiones?

Pobres lagartos. No tengo dudas sobre el sufrimiento y la pesada carga que deben llevar en medio de su trastorno de personalidad, que tal es el único diagnóstico que les puede descifrar. Conscientes como deberían estarlo de que su estilo de vida es una enfermedad, no los imaginamos acudiendo al médico por una droga que los alivie y redima. Siempre gozan de cabal salud y siempre la razón está de su lado.   

Dignos de compasión, suponemos que el arribismo como patrón de conducta es para ellos un medio y no un fin. Aparentando invariablemente un mayor nivel en la escala social -pues qué caray, fácil-, saben que lograrán abreviar el camino. Y pueden ser de todo, camaleones agobiantes, exasperantes, extravagantes e inmamables pero nunca tímidos. Virtud única en ellos que muchos de nosotros envidiaríamos.  

No siempre siendo sujetos de su propia gestión, sí son objeto muchas veces del manipuleo de otros. Se juegan la vida en la ruleta del azar. La suerte es el Dios que les mantiene viva la esperanza.  

Antonio Montaña, uno de los más importantes intelectuales de la Colombia del siglo XX, hace en su libro, “Fauna Social Colombiana”, una descripción del personaje que hoy, debido al monumento que el Congreso acaba de erigirles con su proyecto de ley, me he tomado el trabajo de comentar. Dice Montaña: “Hay lagartos con títulos nobiliarios, lagartos ricos, lagartos aristócratas, lagartos lobos, lagartos de medio pelo, de club, de redacción, lagartos de cóctel, de tienda, de asamblea de accionistas, de foros y reuniones internacionales. Pero todos son inoportunos… (el lagarto) siempre está dispuesto a lanzarse a la palestra social esgrimiendo unas armas de las que se cree dueño y señor: el “don de gentes’ y la simpatía”.

Visto todo lo anterior, con la rifa que acaban de ganarse en el Congreso, esta escena pronto será real:

“El que sigue… ¿nombre? Ananías Rebollo. ¿Profesión? Lagarto, señor, y a mucho honor”.

guribe3@gmail.com

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