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Drogas, mafias y paz

O cambiamos la política de drogas para poder debilitar el paramilitarismo y los reductos del crimen organizado que queden de la guerrilla, o las posibilidades de construcción de paz serán mucho más difíciles e inciertas.

27 de abril de 2016

La semana pasada los Estados del mundo se reunieron a discutir el futuro de la política de drogas en la Asamblea de Naciones Unidas. Varios países de América Latina, incluido Colombia, alzaron su voz para reclamar un giro en el enfoque actual, basado en la prohibición, por considerar que además de no haber logrado los resultados esperados (pues el abuso y el flujo de drogas ilícitas han venido aumentando) ha disparado la violencia y ha generado graves daños a la democracia y al Estado de Derecho en nuestra región. A ellos se sumó un gran movimiento global que reclama ponerle fin a una política profundamente injusta y equivocada.

No hay duda que el Estado y la sociedad en su conjunto deben hacer todos los esfuerzos legítimos por alejar a los niños y niñas de las drogas, por prevenir su abuso y todos los daños que puede ocasionar y por ponerle fin a la violencia que generan las mafias que controlan este negocio, pero la prohibición y la guerra contra las drogas no han servido para lograr ninguno de estos objetivos. Quienes defendemos un cambio de enfoque compartimos varias de estas preocupaciones, pero hacemos un llamado a reconsiderar las estrategias que se han utilizado para enfrentarlas.

No creemos que el país deba repetir la historia de una guerra en la que se estima que más de 76.000 colombianos han perdido la vida o en la que más de 1.787 policías y 1.500 militares han muerto. Nos parece irracional que en los últimos catorce años se hayan usado más de 1.200 millones de dólares del presupuesto nacional para encarcelar principalmente a los eslabones más débiles, en su mayoría personas pobres que no representan una amenaza para la sociedad. O que se utilicen cuantiosos recursos para fumigar los cultivos de campesinos en regiones marginadas, en vez de invertirlos en estrategias más inteligentes que les permitan ganarse la vida de otro modo y que impulsen proyectos de desarrollo territorial de acuerdo a sus aspiraciones.

Las políticas de drogas, como lo ha señalado el PNUD, deben ser un complemento y no un obstáculo para objetivos de desarrollo como la reducción de la pobreza, la seguridad alimentaria o la sostenibilidad ambiental. Deben ser coherentes con el propósito de construir Estado de Derecho en los territorios periféricos y contrarrestar la captura institucional por parte de mafias que extraen rentas tanto de la economía de la droga, de la minería ilegal o de la contratación pública. Sin embargo, hasta hoy las políticas de drogas no han sido coherentes con estos propósitos. Al enfocarse en el objetivo estrecho de reducir los cultivos y apelar a estrategias como la erradicación forzada, han generado desconfianza entre una población que, de otro modo, podría ser la principal aliada para superar la dependencia de la economía de la droga.

Colombia ha pagado caro la prolongación de la prohibición, por lo que tiene la legitimidad para continuar reclamando un cambio de enfoque y ensayar otras opciones a nivel interno. Prolongar la prohibición nos enfrentará a un escenario en el que un mercado ilegal enormemente lucrativo seguirá financiando la corrupción, la violencia, la captura institucional y el control territorial de organizaciones ilegales. Este mercado ilegal seguiría creando unos poderosos incentivos para que la población no sustituya los cultivos de uso ilícito por otras opciones. Bajo este escenario el Estado se verá enfrentado a buscar programas exitosos en un contexto totalmente adverso: construir Estado de Derecho y paz en los territorios afectados por la economía de la droga bajo la prohibición es como buscarle la cuadratura al círculo, una labor titánica en la que el riesgo de fracasar es muy alto.

Contrario a lo que se ha pensado, la regulación de las drogas no necesariamente implica una concesión o mano blanda con el crimen organizado. Por el contrario, combinada con una política criminal inteligente (que concentre los esfuerzos y recursos existentes en perseguir su capital y a sus aliados), y una política de desarrollo territorial integral (que reduzca las vulnerabilidades de la población más pobre que la lleva a vincularse a la economía de la droga), puede ser la forma más efectiva de derrotarlo.

Por supuesto la regulación, por sí sola, no es la solución a problemas estructurales. Pero así como los navegantes experimentados aprovechan los vientos y las fuerzas a su favor para llegar a su destino, en vez de viajar en su contra, el país deber reformar la política de drogas para que sea un medio que nos conduzca a la paz, y no un obstáculo permanente para construirla.

*Investigador del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (www.dejusticia.org). @SergioChaparro8

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