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¿Por qué mataron a Sergio Urrego?

La misma godarria que prohíbe el aborto y reprime los derechos de la mujer, no vaciló en condenar a Urrego y empujarlo así a su trágica muerte. Ahora se lavan las manos.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
20 de septiembre de 2014

Raúl Gómez Jattin, el gran poeta colombiano, utilizó la palabra homoerótico para manifestar su condición sexual. Truman Capote nunca negó su homosexualidad y siempre habló sin tapujos de sus amoríos. Oscar Wilde, en un hecho normativo de la sociedad victoriana, fue sentenciado en 1895 a dos años de prisión por sodomía. Y en el 2012, la figura de Daniel Mauricio Zamudio Vera, un desconocido joven de 24 años, se convirtió en símbolo de la violencia homofóbica en Chile, luego de que fuera golpeado y torturado por un grupo de neonazis en un parque de Santiago. Zamudio Vera murió poco después en la UCI de la Posta Central y el país enteró se pronunció con protestas ante un hecho tan condenable como lo fueron las desapariciones forzadas durante la dictadura del general Pinochet.

En Colombia, la reciente muerte de Sergio Urrego, un joven de dieciséis años que se lanzó desde la terraza de un centro comercial ubicado al occidente de Bogotá por su condición sexual, no produjo las masivas protestas que se dieron en el país austral con el deceso de Zamudio Vera, pero dejó claro que la homofobia no distingue clases sociales, ni niveles académicos, ni instituciones y se ha instalado en el corazón de los colombianos como un virus catastrófico para el cual aún no existe cura.

Resulta paradójico que sean precisamente las instituciones educativas, lugares para la formación de los individuos, de los futuros profesionales, desde donde se mancille la dignidad y se incentive a la violencia y el odio. La creencia absurda de que la homosexualidad es una enfermedad que atenta contra la estabilidad social y abre grietas profundas en el concepto tradicional de familia, nos deja claro que el país sigue mirando los derechos de los ciudadanos con los ojos de la Constitución de 1886.

Incluso, para algunos, la normatividad jurídica está anclada mucho más allá: en los relatos bíblicos. Decirle a un niño que “no ande con ese ‘pelao’ porque es raro”. O escucharle al procurador Ordóñez sus constantes declaraciones homofóbicos y misóginas. U oír decir al cura en su sermón del domingo –acomodando la sentencia bíblica-- que primero entra un rico por el ojo de una aguja que un homosexual al Reino de los Cielos, es un disco rayado cuyo estribillo, tarde o temprano, perfora los tímpanos de los chicos en formación y se instala como un gusanito en el cerebro. 

Lo anterior adquirió visos alarmantes cuando, hace dos semanas, la Iglesia Católica hizo alarde  de su poder y cerró una exposición en el Museo Iglesia Santa Clara de la artista María Eugenia Trujillo porque, para esta, la vagina es pecaminosa y, por lo tanto, se instala en la categoría de tabú.

Fue esta misma godarria la que hace unas semanas se escandalizó por la relación lésbica de las ministras Cecilia Álvarez y Gina Parody. La  misma que mira para otro lado cuando un cura viola a un menor. La misma que no reconoce los derechos de la comunidad LGBTI y se opone a la adopción de parejas gays. Pero que permanece incólume ante la realidad de los niños que venden dulces en los semáforos, duermen en los andenes o son explotados laboral y sexualmente. La misma que dice defender el derecho a la vida y les prohíbe a las mujeres abortar, pero cuando descubre que al niño le gusta otro niño, entonces lo manda al infierno porque en el cielo no se admiten maricas.

Lo de Sergio Urrego es aterrador. Lo es porque no solo nos devela una doble moral, una moral donde los principios religiosos están por encima de los derechos de los ciudadanos, sino porque la educación de nuestros hijos está en manos de seres que miran el mundo a través del ojo de una aguja. En este sentido, como lo expresó Mauricio Albarracín de Colombia Diversa, Urrego no se suicidó sino que lo mataron.  Lo mataron sus profesores homofóbicos. Sus compañeros homofóbicos. Los directivos de un colegio homofóbico que consideran que las relaciones amorosas no las dicta el corazón sino las normas sociales. La misma godarria que cree que el matrimonio solo es posible entre un hombre y una mujer porque la Biblia lo estipuló así hace más de tres mil quinientos años.

Es triste, por no decir absurdo, que la vida de millones de personas siga amarrada a un libro caduco que pregona el ojo por ojo y  alienta el matrimonio entre hermanos. Creo que si se leyera menos Biblia y más filosofía, el mundo sería sin duda un mejor lugar. Creo que si leyéramos más novelas, más cuentos, más poesía, la ropa sucia de los prejuicios empezaría adquirir otras tonalidades. Sergio Urrego lo entendió así y por eso leía a los grandes maestros universales de las letras. Leía con pasión a los grandes exponentes de la filosofía clásica. Quería ser libre y, al final, en un acto que la godarria eclesiástica condena, lo logró.

En Twitter: @joarza
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario.