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SOBRE AGUEROS Y ESAS COSAS...

"Una vez me advirtieron, con palabras sacramentales, que uno nunca debe recibir el salero de la mano ajena, sino directamente de la mesa, para evitar que se transmitan los malos humores y la mala suerte de otra persona"

Semana
23 de octubre de 1989

En términos generales no soy supersticioso ni creo mucho en agueros. Reservo, sin embargo, y como podrán advertirlo ustedes en el tono indeciso de estas líneas, un espacio para la duda, para esos hechos asombrosos que a todos nos sorprenden alguna vez en la vida, y que la razón no puede explicar. No en vano hay un viejo proverbio según el cual sólo Dios y los franceses comprenden. Los demás mortales, a duras penas, entendemos.

Tengo cierta tendencia a las premoniciones. Al principio de nuestra vida común descubrí, muerto del susto, que mi mujer a veces habla dormida y anticipa algunos sucesos que van a ocurrir al día siguiente. Ya me he ido acostumbrando, con el paso del tiempo, y también porque no he logrado, a pesar de que la estimulo con trampas, que ella diga el número en que va a salir la lotería.

Nunca salgo a descampado cuando está cayendo una tormenta, pero eso no es aguero, sino precaución. No es que le tema a las iras de Santa Bárbara, como afirman en sus leyendas los campesinos de San Bernardo del Viento, entre otras cosas porque no veo la razón para que una centella enfurezca a una santa, sino porque he soñado con frecuencia que un rayo cae en la parte metálica de mis espejuelos y me deja convertido en chicharrón.

Una vez me advirtieron, con palabras sacramentales, que uno nunca debe recibir el salero de la mano ajena, sino directamente de la mesa, para evitar que se transmitan los malos humores y la mala suerte de otra persona. Me burlé de esas tonterías humanas y violé el presagio. Cinco minutos después se había descarrilado el tren en que viajábamos --turistas bulliciosos-- mi mujer, unos amigos y yo, y estuvimos a punto de desbarrancarnos por los cantiles de un río congelado.

--¡ La sal ! -- gritó mi mujer, con acento de cantaleta--. Eso te pasa por no hacerme caso.

Aquel episodio me impresionó y me marcó de una manera indeleble. Desde entonces no he vuelto a recibir la sal de otra persona.
Ni de la mesa tampoco. La verdad es que no he vuelto a comer sal para evitar tentaciones peligrosas. Con eso no se juega.

Todas estas son reflexiones a la carrera, fugaces y superficiales, que se me vienen en tropel a la cabeza porque estoy leyendo un libro estupendo, hecho con un trabajo que se le nota a leguas, con tesón y esfuerzo. Por los apuntes biográficos que aparecen en la contratapa, me entero de que su autor, Javier Ocampo López, un colombiano a quien no conozco, nació en Aguadas, en esas tierras caldenses de patasolas y brujas tradiciones y costumbres. Es historiador y profesor universitario.

"Supersticiones y agueros colombianos" es una obra asombrosa, enjundiosa, graciosa y deliciosa. No más adjetivos en osa, porque ya esto parece el diccionario de sinónimos de Sainz de Robles.

Los pueblos más antiguos, los que casi se pierden en la noche de los tiempos, creían --según la investigación de Ocampo-- que ciertos pájaros eran de mal presagio y de mala catadura algunos animales de cuatro patas. Las aves domésticas eran sagradas para los persas, que las usaban para espantar la oscuridad. Creían que la Tierra estaba representada por la serpiente y el gallo era un animal solar.. Hasta que los europeos --de religiones celestiales y no terrenas-- los vencieron, y desde entonces la culebra cayó en desgracia, perdió prestigio y, en castigo, pasó a ser perversa, símbolo de la maldad y de los cobradores de deudas que visten de negro y llevan un maletín de madera.

Ocampo López, sin desmayo, investigó y recogió las supersticiones de todas las regiones nacionales, desde los tiempos en que los indios carekas, antes de la llegada de Colón y su pandilla, soplaban una pluma de garza sobre el niño recién nacido o la pareja de casados, para que la vida derramara sobre ellos su buenaventura.

En Boyacá creen que los caballos son clarividentes. En la costa del Caribe rezan al Cireneo, que ayudó a cargar la cruz de Cristo, para que el gusano no ataque a las vacas. Y hay una palabra antigua, ya casi perdida, que Ocampo rescata: alectryomancia, que es el arte de adivina el futuro por medio de los gallos o por la piedra de su hígado.

Se me quedan muchas cosas por decir, pedazos de cuentos en el tintero. Pero termino en este momento, porque dicen que si un periodista escribe más páginas de las que le pagan, está condenado a escribir de por vida gratuitamente...

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