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Su nombre en vano

Porque lo grave no es que Bush actúe como actúa y hable como habla. Sino que sus compatriotas lo aplaudan por las dos cosas

Antonio Caballero
23 de enero de 2005

Sé que citar a Simón Bolívar no es cosa muy apropiada en estos días de tensiones entre Hugo Chávez y Álvaro Uribe, atizadas por Condoleezza Rice. Es cosa subversiva. Como lo fue en su tiempo, hace dos siglos, y por las mismas razones. Porque entonces Bolívar encarnaba la subversión contra el Imperio, que en ese entonces era el español. Sin embargo, y aunque parezca otra vez

subversivo, voy a citar una frase del Libertador:

"Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar de males a la América en nombre de la libertad".

Ya no es solo "a la América". Sino al mundo entero. En el discurso de su segunda posesión presidencial, George W. Bush pronunció nada menos que veintidós veces la palabra "libertad" (en su doble versión en inglés, "freedom" y "liberty"). Y lo hizo para afirmar que sus acciones de gobierno durante los últimos cuatro años, tanto las guerras exteriores "preventivas" como la represión interior "patriótica", habían sido emprendidas "bajo esta gran tradición libertadora de nuestra nación".

¿De veras?

Pues es verdad que los Estados Unidos tienen una grande y larga 'tradición libertadora': de lucha por la libertad y de defensa de las libertades. Desde sus orígenes: desde cuando los 'peregrinos' del buque Mayflower desembarcaron en las costas de América buscando la libertad religiosa que se les negaba en Inglaterra (y que, por lo demás, era negada no sólo en toda Europa sino en el mundo entero, y por todas las distintas religiones establecidas). Esa tradición continuó, por supuesto, con la Declaración de Independencia y con la Constitución, y con las Enmiendas a la Constitución, y (aunque tardíamente) con la abolición de la esclavitud. Es la tradición de Jefferson y Franklin, de Jackson y de Lincoln, de los grandes jueces justos de la Corte Suprema. Y, más adelante, de Wilson y la Gran Guerra y la creación de la Sociedad de Naciones; y del segundo Roosevelt y el fin de la Prohibición y la resistencia a los fascismos; y de Truman y el Plan Marshall para detener el avance del stalinismo soviético que ya había devorado media Europa; y de Lindon Johnson y los derechos civiles y la Gran Sociedad.

Pero lo que pasa es que no es esa la 'gran tradición' bajo la cual ha gobernado George W. Bush sus primeros cuatro años. Sino su contraria, que también existe en los Estados Unidos desde sus mismos orígenes. La del exterminio de los indios. La de la esclavitud de los negros, por cuyo mantenimiento luchó medio país en la guerra de Secesión. La de la expansión imperial, iniciada con el delirio mesiánico del Destino Manifiesto y la 'doctrina Monroe' ("América para los americanos"), de cuando datan las proféticas palabras de Bolívar que cité al comienzo de este artículo; y prolongada con las guerras contra México y contra España, contra los independentistas filipinos y cubanos, contra Vietnam y Nicaragua, contra Camboya, contra Irak. La gran tradición represora de las libertades que han seguido también, desde hace dos siglos, los gobiernos de los Estados Unidos, y que este presidente Bush ha llevado a su extremo. Una tradición que desemboca en las 'guerras preventivas' ya libradas y las que faltan por librar, anunciadas en las amenazas de la nueva secretaria de Estado Condoleezza Rice contra Irán o contra Venezuela. Una tradición que trae a la 'Ley Patriótica" del saliente secretario de Justicia John

Ashcroft, con sus detenciones sin cargos y sin hábeas corpus; y a la justificación de la tortura por parte del nuevo secretario de Justicia Alberto Gonzales al amparo de la 'guerra antiterrorista'; y a la creación de los limbos jurídicos de Guantánamo, de Afganistán y de Irak para prisioneros de guerra, por parte del Pentágono del reconfirmado secretario de Defensa

Donald Rumsfeld.

A esas dos tradiciones norteamericanas hay que sumar una tercera, que consiste en justificar los horrores de la segunda (la imperial y represiva) por los logros o promesas de la primera (la libertadora y de defensa de los derechos). Si las acciones de Bush se inspiran en la segunda, sus palabras son dictadas por la tercera. La larga tradición de hipocresía característica de todos los imperios de la historia, que con el Imperio norteamericano ha alcanzado su cenit.

Porque lo grave no es que Bush actúe como actúa y hable como habla. Sino que sus compatriotas lo aplaudan por las dos cosas. O bueno: para ser exactos, que lo aplaudan la mitad más uno de sus compatriotas. Porque nos queda la esperanza de que casi la exacta mitad de los ciudadanos norteamericanos condena las acciones del presidente George W. Bush.

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