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Ausencia de mercado

En 200 años de historia republicana el Estado colombiano ha sido ineficaz en lograr proyectar su soberanía dentro del territorio, incluso en comparación con estados más pobres. Un corolario importante, pero no suficientemente reconocido, a esta tesis de la ausencia de Estado, es que la ausencia de mercado, por así llamar a la economía moderna, en extensas zonas del país, es igualmente un factor de subdesarrollo y violencia.

Esteban Piedrahita, Esteban Piedrahita
6 de febrero de 2018

Esta semana en la Cámara de Comercio se efectuó el lanzamiento en Cali de la Guía de Inversión Responsable en Zonas de Posconflicto, un trabajo realizado bajo el auspicio del Instituto de Ciencia Política, Confecámaras y el Centro Internacional para la Empresa Privada de los Estados Unidos. La guía parte de la premisa básica de que, sin el concurso activo de la empresa privada, a todas sus escalas, lograr desarrollo económico y mejor calidad de vida en las regiones más marginadas de Colombia, resultará una quimera, y hace consideraciones prácticas sobre cómo las características particulares de estas zonas (ej. medioambiente, comunidades, institucionalidad local, desafíos de seguridad, etc.) deben ser tenidas en cuenta a la hora de tomar decisiones de inversión y en la forma de implementarlas.

Cuando se habla de la extraordinaria persistencia de conflictos armados o del ejercicio de control territorial por grupos criminales en amplias zonas de la geografía colombiana, se menciona como causa primordial la ausencia de Estado. En 200 años de historia republicana el Estado colombiano ha sido ineficaz en lograr proyectar su soberanía dentro del territorio, incluso en comparación con estados más pobres. Un corolario importante, pero no suficientemente reconocido, a esta tesis de la ausencia de Estado, es que la ausencia de mercado, por así llamar a la economía moderna, en extensas zonas del país, es igualmente un factor de subdesarrollo y violencia. En regiones insuficientemente integradas a las redes de la economía formal, faltan el empleo y las oportunidades y cunden las economías ilegales. Como el tejido empresarial formal es el que financia y, también, puede exigir, al Estado y la institucionalidad local, la insuficiencia de ambos se retroalimenta generando regiones fallidas.

Sería necio desconocer que las empresas formales que han operado en estas regiones han cometido errores de diferentes tipos en su relacionamiento con las comunidades y el medioambiente, por ejemplo. Pero sería más necio aún negar que han venido elevando permanentemente sus estándares, por presiones normativas y reputacionales, aunque también por convicción y evolución en la manera de concebir la sostenibilidad y el propósito superior de los negocios en el mundo contemporáneo. Un dilema que con frecuencia experimentan es la demanda de las comunidades de suplir los vacíos que deja el Estado. Si bien muchas tienden a ir más allá en sus compromisos sociales de lo que la ley requiere, es iluso y contraproducente pretender que suplanten al Estado, entre otras porque esto contribuye a que los gobernantes evadan sus responsabilidades.

Pero así como no se puede exigir que las empresas sustituyan al Estado, tampoco se debe pensar que este las puede suplantar a ellas, como parece ser la visión de muchos que piensan que este tiene la responsabilidad de llevar empleo a estas regiones. Las experiencias de proyectos productivos adelantados por el Estado o incluso por ONG en áreas rurales—no así por cooperativas de enfoque empresarial—dejan mucho que desear. Para citar un ejemplo, en el Plan Colombia se despilfarraron cientos de millones de dólares en proyectos productivos que carecían de un sentido o una naturaleza empresarial. Tiende a pasar algo similar cuando las regalías se destinan a “proyectos productivos” y no a bienes públicos como vías terciarias, distritos de riego, escuelas, etc. En suplir la ausencia de mercado está buena parte de la clave para consolidar un país próspero y en paz.