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Telarañas de la red

En internet se cumple en la realidad el sueño premonitorio de un cuento de borges, ‘la biblioteca de babel’

Semana
5 de abril de 2008

Ya he escrito varias veces este artículo y creo que -si Júpiter me da vida y salud- volveré a escribirlo dos o tres veces más, antes de morirme. Mi abuela hablaba mucho del día en que llegó la luz eléctrica a Medellín, y le gustaba contar lo que después todos hemos oído en mi ciudad en distintas versiones. Me refiero al comentario de Cosiaca cuando vio iluminada con bombillos la Plaza de Berrío. Viendo arriba en el cielo una luna menguante y macilenta, le dirigió estas palabras, retándola con el dedo: "Ahora sí te jodites, ¡a alumbrar a los pueblos!".

Si la llegada de la luz eléctrica fue la transformación más grande que presenció mi abuela, la más importante para muchas mujeres del siglo pasado fue la invención de la lavadora y de los pañales desechables, que las liberaron de pasarse muchas horas al día lavando y restregando los paños sucios de sus muchos vástagos. Para mi papá, por deformación profesional, los cambios más importantes presenciados en el transcurso de su vida, tenían que ver con los antibióticos (el primero fue la penicilina), la anestesia y las vacunas. Tanto habían inventado los siglos XIX y XX, que yo pensaba que la historia técnica ya había llegado al final y tendría que conformarme, después del viaje a la Luna, con la televisión a color y algún adelanto mínimo en los tratamientos contra el cáncer. Pero el asombro llegó y se renueva cada año con las investigaciones biológicas (la oveja Dolly) y todavía más, en la vida cotidiana, con esta ventana por donde ahora algunos de ustedes me están leyendo: Internet.

Esta semana se publicó un estudio sobre los hábitos de los colombianos que se conectan a la red (cuatro horas diarias en promedio, entre los jóvenes que tienen acceso). ¿Cuatro horas? Me parece muy poco. Llevamos un mes discutiendo sobre los correos electrónicos de Raúl Reyes, en los que se cartea con sus amigos gringos, venezolanos y ecuatorianos. Hasta en la selva, con teléfonos celulares o satelitales, los capos guerrilleros se conectan de vez en cuando, y a los periodistas que necesitamos saber de qué manera las Farc siguen matando a Íngrid lentamente, nos toca abrir la maloliente página de Anncol. Para todo lo que hay que ver, para todo lo que hay que escribir, cuatro horas no alcanzan.

Lo confieso: como un adicto a la morfina, yo ya no puedo vivir desconectado. En las encuestas no entiendo la pregunta de cuántas horas al día paso en la red. La pregunta debería ser al revés: cuántas horas al día no estoy conectado a Internet, y la respuesta sería, "mientras duermo", haciendo la salvedad de que si por alguna necesidad fisiológica me levanto a media noche, corro a despertar el aparato de su modo "sleep" y me fijo a ver si al fin me llegó la buena noticia del último mail que añoro. Hasta hace muy poco me iba a veces para una finca y tirado en una hamaca, sin conexión, volvía al dulce hábito de leer libros a la sombra de un árbol, con quebrada que corre y pajaritos que cantan. Ahora me regalaron el infierno de un teléfono móvil que con dos clics me permite entrar a algún portal de noticias, y con un timbrecito me anuncia que acabo de recibir un correo en el gmail. Amo y odio.

Por Internet leo inútiles noticias e inútiles artículos. Inútiles comentarios que entre madrazos piden mi jubilación. Enredado en la red averiguo lo que antes tenía que consultar con amigos eruditos (dónde nace el Nilo, qué es el número de Avogadro, cuándo vivió Praxiteles, cuál es el epigrama en que Catulo odia y ama también). Lo malo de esta adicción, que puede ser tan grave como la cocaína o el aguardiente, es que en la tupida selva del exceso de información casi todo es maleza. Ya he dicho muchas veces (y otros lo habrán dicho antes que yo y con mejores razones) que en Internet se cumple en la realidad el sueño premonitorio de un cuento de Borges, La biblioteca de Babel. Cuando uno entra, por ejemplo, en un buscador y empieza a ver la lista de los hallazgos, le pasa exactamente lo mismo que decía Borges de los libros en su famoso cuento: "Por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias". Quienes desprecian a Internet y la consideran un peligroso cúmulo de barbaridades, podrían repetir las palabras de una de las sectas de los bibliotecarios de Babel, que repudiaban "la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano".

Después de Internet, mi biblioteca y las librerías me parecen ya tumbas de papel. Rarezas, como lo fueron los papiros, los códices o los pergaminos después de la invención del libro. Los periódicos ya no me manchan de negro las yemas de los dedos. A veces dudo de que sea yo mismo el que decide qué hay que leer. Lo que sale más grande en las páginas que visito es lo primero que entro a ver. Necesito otros filtros, otras astucias, otros ojos, para no sentirme como una mosca que se ha quedado enredada (y para colmo de gusto) no en la red, sino en la telaraña de Internet.

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