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Teleconexiones

En medio de todo, no es comida lo que se produce: es miseria progresiva para quienes, sometidos a la competencia salvaje de ofrecer al menor costo, todo lo sacrifican.

Brigitte Baptiste, Brigitte Baptiste
14 de abril de 2017

Se dice que al menos 100.000 ciudadanos chinos mueren cada año como resultado de la creciente demanda manufacturera y exportadora hacia los Estados Unidos. Cada vez que alguien, sea en ese país o en Colombia opta por comprar algo “más barato” lo único que hace es transferir degradación ambiental al territorio de su fabricante, suponiendo que los temas laborales son competencia justa. Emisiones de CO2 derivadas de requerimientos energéticos adicionales contaminan ciudades y distribuyen la nueva mortalidad incluso entre quienes no tienen nada que ver con las cadenas productivas. Pasa con textiles, electrodomésticos, maquinaria: el bienestar “de acá” se construye con la degradación “de allá” invisibilizada por el comercio mundial. 

En Semana Santa los colombianos incrementan notablemente su consumo de pescado, honrando una tradición de abstinencia de carnes rojas que incluso hizo clasificar al chigüiro como pez para permitir su uso alternativo. Hoy en día, sin embargo, debemos importar toneladas de filetes de bagres nativos del sudeste asiático debido al colapso de las pesquerías continentales en los ríos colombianos. Décadas de sobreexplotación, contaminación y alteración de los paisajes cenagosos, humedales y bosques inundados donde transcurren los ciclos reproductivos de las más de 1435 especies de agua dulce que poseemos (Colombia es el segundo país más rico en diversidad íctica en el mundo) han significado llevar a la miseria a cientos de miles de pescadores artesanales cuyos modos de vida dependen de la actividad, no solo para comer, sino para comercializar en las ciudades. La asimetría e inflexibilidad de los mercados asociados con las subiendas, han llevado también a la aparición de mafias que se han alimentado de la violencia contra los líderes y las organizaciones de pescadores, siempre sin tierra, siempre desplazados por la desecación del “desarrollo agropecuario”. En aparente reemplazo de esta demanda creciente de filetes,  cultivamos tilapias africanas en represas y estanques, que alivian el apetito de… los Estados Unidos.

Cada filete de tilapia que exportamos, cada kilogramos de “basa” que compramos a Vietnam implican tal cantidad de transferencias de energía (petróleo utilizado en su producción, transporte y cadena de frío), cambios de uso del suelo y el agua, que hace que al final en el plato no quede sino un gran remordimiento, no un acto de humildad y conciencia de la condición humana como prescribían los preceptos religiosos. En medio de todo, no es comida lo que se produce: es miseria progresiva para quienes, sometidos a la competencia salvaje de ofrecer al menor costo, todo lo sacrifican.

No solo las manufactureras de grandes marcas dejan huellas sociales y ambientales fatales para el planeta: las  teleconexiones, o transferencias de la huella ecológica, lícitas pero invisibles, están ahí y los mercados nacionales o internacionales son incapaces de dar cuenta de ellas a menos que esos costos se incluyan en la contabilidad del proceso y se hagan evidentes en la etiqueta. Quien sabe, de pronto eso permitiría que los pescadores y la biodiversidad colombiana volvieran a ser sostenibles y fuente de bienestar para todos.

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