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TELEFONO ROTO

Semana
4 de octubre de 1999

Es irónico. Los colombianos nos acostumbramos a ver la palabra Crisis _así con mayúscula_
en los diccionarios y enciclopedias a pesar de que nuestra historia ha sido la crónica de una prolongada crisis
_así con minúscula_.Nuestras permanentes crisis (políticas, económicas, laborales, sociales_) nunca llegaron
a tener la categoría de una gran Crisis. Cuando la violencia partidista estaba desangrando al país llegó el
Frente Nacional; cuando la crisis de la deuda externa estaba asfixiando a América Latina llegó la bonanza
cocalera; cuando el sistema político hizo agua llegó la Constituyente; cuando el modelo económico
proteccionista se estaba resquebrajando llegó el neoliberalismo. El país, a pesar de todas las
adversidades, evolucionaba 'gota a gota', como lo anotó el colombianólogo Daniel Pécaut.
Hasta que nos llegó la Crisis, con mayúscula (que es en el fondo una crisis económica, la madre de todas
las crisis). Y, por primera vez en este siglo, estamos sintiendo en carne propia su verdadero significado.
Con todas las acepciones que no figuran en los diccionarios: su inestabilidad laboral, sus levantamientos
populares, sus despidos masivos, sus recortes presupuestales, sus incontables bancarrotas y sus
concordatos. Pero, sobre todo, con su peligrosa e inesperada acepción sicológica.
Porque la crisis ha desencadenado una nefasta guerra de rumores que está afectando las decisiones
colectivas y poniendo en jaque los esfuerzos por sacar al país del limbo. El sector financiero perdió su
credibilidad y mucha gente tiene la plata debajo del colchón porque 'les dijeron' que iban a intervenir tal banco
o corporación. El dólar subió 41 pesos porque 'corrió el rumor' de que las conversaciones con el Fondo
Monetario no iban por buen camino. Algunos bogotanos no se atreven a transitar por la avenida Circunvalar
porque 'dizque' están haciendo pescas milagrosas. Unos más no volvieron a los clubes campestres ni a los
restaurantes y comercios de los suburbios de las ciudades porque 'oyeron decir' que la guerrilla estaba
preparando tomas quirúrgicas al estilo Túpac Amaru en Perú. Y hubo hasta quienes se abalanzaron a
supermercados y estaciones de servicio en vísperas del paro porque 'les dijeron' que iba a haber escasez
de comida y gasolina.
Ninguno de estos rumores resulta descabellado en un país donde la guerrilla es capaz de secuestrar un avión
a 10.000 pies de altura y tomarse una iglesia para llevarse al monte a sus feligreses. Pero no podemos
permitir que esta forma de terrorismo sicológico, que se ha alimentado de la creciente paranoia colectiva, se
convierta en otra arma de los violentos para desestabilizar aún más el país e impedir una pronta reactivación.
Menos aún cuando hemos sido testigos de sus desoladores efectos: empresas en concordato,
comerciantes en quiebra o empleados improductivos por el funesto runrún de que va a haber recortes de
personal.
En este sentido, esta fuerte recesión no es sólo producto del desajuste de variables tangibles y
macroeconómicas. También obedece a una profunda crisis de confianza en la cual los colombianos somos,
cada vez más, rehenes de nuestros propios miedos, angustias e inseguridades. Y es precisamente en estos
momentos de ruptura cuando las variables intangibles y las expectativas sociales se vuelven determinantes
para transformar el país y sacarlo adelante. Entonces mal haría un ciudadano del común en quejarse de que
los medios de comunicación son una caja de resonancia de los violentos cuando él mismo es ventrílocuo
de rumores apocalípticos o intermediario de chismes que predican los peores desastres.
No nos cansamos de repetir que en las sociedades globalizadas el poder está en la información. Pero
tendemos a olvidar la otra cara de la moneda: en la desinformación está el contrapoder. Y el mejor aliado
de la desinformación es el síndrome del teléfono roto que está viviendo Colombia.