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Cuando la tierra cruje

Ante un terremoto todos somos iguales. El miedo nos iguala como seres humanos, iguales en el desconcierto, en el pánico, en la indefensión.

Ana María Ruiz Perea, Ana María Ruiz Perea
25 de septiembre de 2017

Nada rompe más con la cotidianidad, aplaza los planes y arrasa con las urgencias que un terremoto. A diferencia de los ciclones y los huracanes que van destruyendo en orden alfabético con lo que a su paso encuentran (Harvey, Irma, José, Katya, Lee, María), no hay manera de resguardarse preventivamente de un terremoto, que puede llegar de noche o de día, en festivo o laboral, con frío o con calor. Salvar la vida en un terremoto exige una enorme dosis de cabeza fría para saber qué hacer en medio del pánico, pararse donde toca en el lugar donde se encuentre y no cometer errores que puedan ser mortales.

Quienes viven en lugares altamente sísmicos como California, Japón o México, están sin duda más preparados para afrontar un terremoto que, por ejemplo, las personas que vivimos en Bogotá, una ciudad que no tiene la noción de lo que eso significa. Los simulacros y reiterar la información básica acerca de qué hacer, son medidas indispensables para ayudar a salvar vidas ante la probabilidad de ocurrencia de un sismo dadas las fallas y las condiciones del terreno sobre las que estamos asentados.

Pero por más que se prevean las situaciones, lo que acaba de vivir México está en el lugar de las cosas clasificadas como imposibles, aquello que no puede suceder nunca jamás. 12 días después de sufrir un durísimo remezón, que es (con el perdón de los científicos) algo así como “la cuota de terremoto del período”, se repitió con perversa exactitud 32 años más tarde la pesadilla de un terremoto destructor. Eso es tanto como si Popayán volviera a sentir la furia de la tierra exactamente un 31 de marzo, o Armenia un 25 de enero. Según lo indican el sentido común, la geología y la física, esas coincidencias no existen. Pero sí, güey, cuando las cosas han de ser, son. Las coincidencias sí existen.

El terremoto del 19 de septiembre de 1985 dejó en Ciudad de México un número jamás precisado de personas muertas, que oscila entre los 10.000 y los 32.000. Que una gran capital como el DF sufriera semejante drama parecía inconcebible, principalmente porque, todo el mundo lo sabe por la ranchera, “Guadalajara en un llano, México en una laguna”. En ese entonces, lo ocurrido en el DF dejó muchas preguntas. ¿Es inviable esa metrópoli? ¿la construyeron donde no se podía, como no tocaba, sin planeación ni previsiones? ¿cómo es posible que tanta gente muera bajo los escombros por el caos de no tener protocolos de rescate?

32 años más tarde, los mexicanos han aprendido muchas cosas. Se han equipado con sensores y alarmas que dan unos segundos valiosos de alerta para alcanzar a salir de las edificaciones, el Estado tiene brigadas de rescate y protocolos de atención más profesionales, las construcciones levantadas en estos años en su mayoría cumplen con los estándares de sismo resistencia. Pero, ante todo, los seres humanos que viven en esa enorme ciudad llevan en la piel la experiencia de lo que pasó y han demostrado la grandeza de la que somos capaces los seres humanos cuando la solidaridad aflora. El gran escritor mexicano Juan Villoro lo dijo con precisión en un poema que tituló El puño en alto, y que fue publicado dos días después de este último terremoto: “Te dolió una parte del cuerpo que no sabías que existía: la piel de la memoria, que no traía escenas de tu vida, sino del animal que oye crujir a la materia”.

Ante un terremoto todos somos iguales. El miedo nos iguala como seres humanos, iguales en el desconcierto, en el pánico, en la indefensión. En esta devastación no hay culpables, los escombros no son efecto de actos terroristas, no son por causa de fuegos amigos ni enemigos. Es la tierra que a todos nos sostiene la que se sacude y si en ese trepidar nos mata, es porque nosotros mismos nos pusimos en situación de vulnerabilidad.

Los desastres naturales no existen. Son eventos de la naturaleza que se vuelven desastrosos en la medida en que no hacemos lo pertinente para no dejarnos morir por esa causa. Las construcciones que no cumplen con las normas de sismo resistencia, las concentraciones de gente en las que no se indica qué hacer en caso de emergencia, el desconocimiento de protocolos mínimos de actuación en caso de sismo, son algunas de las principales causas de muerte en caso de terremoto.

Esta semana los mexicanos nos dieron una conmovedora lección de solidaridad y grandeza. Quedarán como símbolo de esta tragedia, los profundos silencios que la gente guardaba cada vez que un rescatista ponía su puño en alto indicando que, posiblemente, había alguien vivo debajo de una estructura colapsada. Gracias México por enseñarnos cómo actúa lo mejor del ser humano.

@anaruizpe

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