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TIGRE DE PAPEL

Antonio Caballero
21 de junio de 1999

El presidente BILL Clinton es un bonito caso clínico para un siquiatra. Lo han sido todos
los hombres del poder, por supuesto; si no para un siquiatra, para un poeta trágico, que viene a ser casi lo
mismo. Desde el babilonio Hammurabi hasta el ruso Stalin, incluyendo a los secundarios: hay que ver lo
raros que son el argentino Menem o el finlandés Ahtisaari, que hemos venido a descubrir en estos días,
para no hablar de nuestro propio presidente Andrés Pastrana. Pero Clinton llama la atención porque es el
presidente más publicitado del país más publicitario de la Tierra en el más alto momento de su poderío
publicitario. De él lo sabemos todo. Y lo primero que sabemos es que es un hombre incapaz de terminar lo
que empieza. Cuando era joven (él mismo nos lo ha dicho) fumaba marihuana: pero, eso sí "sin inhalarla".
La fumaba sólo por no quedar mal ante sus amigotes de la época: pero sin llegar a sentirla, que es lo
único que tiene sentido en una droga. Mucho después, siendo gobernador de Arkansas, hizo unos
negocios turbios con otros amigotes: pero, eso sí, sin llegar a ganar dinero con ellos, que es el único objeto
que tienen los negocios turbios. Más tarde todavía, siendo ya presidente de Estados Unidos, se embarcó en
una relación sexual adúltera: pero sólo a medias. En su largo affaire con Monica Lewinsky trató de no pasar
nunca de los manoseos sin quitarse la ropa. Y en las pocas ocasiones en que se abrió la bragueta (pero
sin bajarse siquiera los pantalones) fue sólo para que ella lo chupara un poquito ("la puntita nada más") sin
llegar a la eyaculación. Sólo en una ocasión se dejó ir: la de la mancha famosa en el vestido azul. Pero
que la mancha quedara en el vestido muestra que también esa vez el coito, que era apenas oral, además
fue interrupto: como siempre, Clinton se había retirado antes de que lo inhalaran. Luego mintió al respecto,
bajo juramento. Pero no llegó a mentir a fondo: se limitó a no decir la verdad. Después pidió perdón, pero sin
reconocer que había mentido. Y tampoco el juramento había sido completo. Ahora está en las mismas en
la guerra de Yugoslavia. Tras haberla iniciado (aunque sin declararla), no parece decidido a llevarla hasta el
final, sea victoria o derrota. Bombardea, pero no invade. Lleva hasta la frontera los famosos helicópteros
'Apache', pero no les permite entrar en combate. Amenaza al dictador Slobodan Milosevic, pero no lo
castiga. Y está a punto de negociar nuevamente con él. Al final, Clinton siempre se sube la bragueta.
Pero todo esto ¿es cosa de Bill Clinton? Si uno se fija un poco en la historia de su país da la impresión de
que no: Clinton actúa como han actuado siempre todos los presidentes de Estados Unidos, cuyas empresas
guerreras se detienen siempre justo antes de lograr los objetivos por las cuales fueron emprendidas. Sin
mencionar el caso grotesco de Somalia, donde a la invasión filmada por la televisión siguió a las pocas
semanas la vergonzosa huida sin camarógrafos, cabe recordar el de Irak: George Bush organizó una
aparatosa 'tormenta del desierto' para derrocar al tirano Saddam Hussein, y retiró sus tropas cuando
estaban a punto de lograrlo después de haber matado a unos cuantos cientos de millares de civiles
iraquíes. O, antes, el caso del Líbano: tras mandar dos portaaaviones a bombardear Beirut, Ronald Reagan
se los llevó de vuelta a las aguas pacíficas del Mediterráneo occidental en cuanto un camión suicida mató
a unos cuantos marines. O, antes aún, el caso de Irán: Jimmy Carter se sentó a negociar con la revolución
de los ayatolas apenas se le cayó en el desierto su primer helicóptero. Y, más atrás, ¿qué pasó en el
Vietnam con la guerra de Richard Nixon y con Lyndon Johnson? ¿Y qué pasó en Cuba con la invasión de
John Kennedy? ¿Y qué pasó en Corea con Dwight Eisenhower? ¿Y en China con la intervención de Harry
Truman? Una y otra vez, sistemáticamente, y desde hace medio siglo, Estados Unidos ha tenido que
retirarse con el rabo entre las piernas de todas las guerras que ha emprendido (aunque sin declararlas): no
por haberlas perdido, sino por no haber sido capaz de ganarlas. O bueno, no, no exageremos. Ganaron la
guerra de la islita de Granada, en tiempos de Reagan; y luego la de Panamá, en tiempos de Bush. Cada
día se ve más claro que tenía razón Mao tsé Tung cuando dijo que Estados Unidos no era más que un tigre
de papel.