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¿Por qué no se callan?

Inquietante y peligrosa esta agenda pública de la paz, ausente de los temas capitales y dominada por el cruce de insultos, reproches, ofensas y por la retórica fatigante y dolorosa de la confrontación.

Germán Manga, Germán Manga
24 de mayo de 2017

La catarata de ataques y de ofensas a la Corte Constitucional –de Timochenko de otros jefes y militantes de las Farc, de los abogados Álvaro Leyva y Enrique Santiago,- que suscitó la decisión de ese alto tribunal de establecer controles y límites a la irrupción del proceso de paz en la Constitución, dibuja con nitidez las altas dosis de soberbia y arrogancia que caracterizan la visión y el discurso de los dirigentes y de algunos asesores de las Farc, que han atizado, hasta límites muy peligrosos, la división aguda, profunda, encendida que existe entre los colombianos en torno de ese proyecto.

El discurso de las Farc es retador, camorrero, perturbador. Busca imponer y no conciliar. Su meta es reivindicar sus fórmulas –como el ‘Lago de los Cisnes Constitucional’ de catadura mundial” que envanece a Leyva- sin temor a descalificar, ofender o insultar. Un estilo desafiante, agresivo e intransigente, lejos del lenguaje generoso, convocante y unificador que se requeriría para un proyecto de paz.

Esa dinámica perversa no ha permitido que el proceso interese ni entusiasme. Explica en parte que las Farc hayan perdido el plebiscito. No consideraron el repudio de la mayoría de los colombianos por sus acciones –secuestros, minas, masacres, minería criminal, reclutamiento de niños, narcotráfico-. La paz a la fuerza que vino después no ha hecho más que aumentar la resistencia: desconocer el triunfo del No, el pacto del Teatro Colón, el “fast track”, las dilaciones en la devolución de los niños y de las armas, siempre con alegatos y argumentos a la medida, sacando conejos de la chistera.

La encuesta Invamer de esta semana contiene un buen balance de cómo andan hoy con la opinión: 75.6% de los consultados piensan que las Farc no cumplirán el acuerdo y porcentajes similares que “la paz” no incidirá en que haya más seguridad en el país, ni más prosperidad para el campo, ni disminución del narcotráfico. 88.6% dijeron que no votarían por un candidato presidencial de las Farc.

El país entre tanto se sume en la desesperanza, la incertidumbre y el pesimismo –por la difícil situación económica, por la corrupción y por la inseguridad asociada a grupos armados ilegales y a la delincuencia común-, a un año escaso de las elecciones presidenciales, punto de contacto con la otra fuente de radicalización e intolerancia: la soberbia, arrogancia y tozudez de muchos políticos que hacen eco o contraparte a la ametralladora verbal de las Farc.

Enfrascados en las batallas retóricas del proceso no hay partidos ni dirigentes que presenten propuestas o proyectos para atender y solucionar los problemas que más interesan a los colombianos. La escena está dominada por el cruce de insultos, reproches y ofensas entre “paracos y castrochavistas” y es previsible que a medida que avancen el almanaque y las campañas, las denuncias de Odebrecht y otros casos de corrupción, crezcan los cuestionamientos mutuos, los odios, las enemistades y los enfrentamientos.

Es un buen momento para reflexionar acerca del impacto que tienen y tendrán en el país, tanto discurso altisonante e insensato, tanta frase efectista, tanto apocalipsis, tanto infierno. Entre las posibles víctimas que se avizoran está el propio proceso, que llega el próximo 1 de junio al “Día D+180” sin la devolución de las armas y sin terminar siquiera las zonas veredales transitorias de normalización, cuyo desmonte debería comenzar ese día. El dato más significativo de la encuesta de Invamer es que a un año escaso de las elecciones presidenciales, la implementación del proceso de paz está muy lejos –en proporción 20/2- de los intereses y las prioridades de los colombianos.

Seguir viendo el presente y el futuro del país desde la confrontación, es suicida. Argentina, que también padece una aguda polarización -entre peronistas y macristas-, acaba de recibir la visita y el interesante testimonio del veterano dirigente comunista español Ramón Tamamés acerca de cómo en 1977, todos los partidos de ese país pusieron de lado sus diferencias y aglutinaron voluntades en torno de los llamados “Pactos de la Moncloa- para acometer, entre todos, las acciones de fondo que requería el país: el rescate y saneamiento de la economía, reforma fiscal, reforma de la seguridad social, política agrícola etc, más las bases jurídicas y políticas del posfranquismo –el fin de una dictadura de 39 años que surgió de una guerra que dejó casi un millón de muertos-.

Lo lograron. Aquí ha sido imposible construir un consenso de ese estilo para sumar, unir, concitar, aglutinar voluntades y trabajo en torno de “el acuerdo sobre lo fundamental” de que hablara en su tiempo Álvaro Gómez” para restablecer la majestad de la justicia, moralizar la política, organizar la economía, atender los problemas de los jóvenes –el desempleo, las carencias y exclusiones de la educación, la falta de oportunidades-, detener la depredación del territorio, poner fin al narcotráfico y a la minería criminal, rescatar el sistema de salud de las garras de corruptos y explotadores, temas que ni siquiera aparecen en una agenda pública apabullada por la retórica fatigante y dolorosa de la confrontación. Dura paradoja pero nada es más violento ni peligroso en la Colombia de hoy, que algunos discursos de la paz.

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