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Tintero de sangre

La violencia religiosa, sagrada, solo apareció en la historia como consecuencia del monoteísmo, excluyente por naturaleza.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
23 de febrero de 2013

En mi artículo de hace ocho días sobre la renuncia del papa se me quedó en el tintero toda la sangre. Iba diciendo que, en contra de la afirmación de un emperador bizantino citado admirativamente por Benedicto XVI, no fue Mahoma quien trajo la espada como herramienta de difusión de la fe, en el siglo VII. Habían sido los cristianos los primeros en hacerlo.


Desde que, 300 años antes, Constantino convirtió el cristianismo en religión del Imperio romano y luego sus sucesores, Teodosio en particular, emprendieron la destrucción física del paganismo.

La cosa venía de atrás: de la invención del Dios único y verdadero, la llamada “distinción mosaica” (atribuida a Moisés, pero posiblemente idea del revolucionario faraón monoteísta Akenatón, hace tres milenios), que acabó con la coexistencia pacífica entre las religiones y los dioses. El Zeus de los griegos, el Ra de los egipcios, el Marduk de los babilonios, eran dioses mutuamente tolerantes e incluso homologables: dioses locales del trueno y del rayo, como el Yahvé primitivo de los escribas bíblicos. Los pueblos politeístas, por supuesto, confiaban en sus propios dioses tutelares para obtener la victoria en sus guerras. Pero no hacían las guerras por sus dioses. La violencia religiosa, sagrada, solo apareció en la historia humana como consecuencia del monoteísmo, excluyente por naturaleza.

Pero Akenatón fue prontamente derrocado por la reacción politeísta, y el remanente monoteísta de los israelitas bíblicos partió de Egipto a la conquista de la “tierra prometida” de Canaán sin pretender convertir a su fe a sus anteriores habitantes: se contentaba con exterminarlos y ofrecer por millares sus prepucios cortados en homenaje a su celoso Dios verdadero. Los cristianos en cambio, herederos de su monoteísmo, sí eran partidarios de predicarlo y promoverlo, de llevar la “buena nueva” por las buenas o por la fuerza a toda la humanidad. Así lo hicieron en cuanto tuvieron el poder en el Imperio: contra los paganos, destruyendo sus templos y edificando encima iglesias cristianas, y contra los cristianos disidentes de la línea oficial (ortodoxa): los herejes, que era necesario aplastar en nombre de la verdadera doctrina. Solo mucho más tarde aparecieron en la remota Arabia, guiados por Mahoma, los campeones de un monoteísmo rival, el del Islam.

Y desde entonces la relación entre los dos se ha definido al filo de la espada (o, más recientemente, de las bombas). Primero la agresiva oleada islámica sumergió a la cristiandad, por el oriente hasta Egipto y Siria y por el occidente hasta la península Ibérica y Sicilia. Pero pronto vino la reacción, en España con la Reconquista y en oriente con las Cruzadas (por las cuales, tardíamente, el papa Juan Pablo II pidió hace unos años disculpas a los árabes). Pero la intransigencia cristiana ante el error de los demás no se limitó a la persecución de los musulmanes. Se ilustró también con la de los judíos –las judiadas de la Edad Media, desde España hasta Rusia–, y con la de los herejes –los cátaros en Francia, los anabaptistas en Alemania–. Y luego, descubierta América, se inició también la conversión forzosa a “la verdadera fe” de los aborígenes del nuevo mundo. Por los mismos métodos de probada eficacia: la hoguera y la espada. Sin que cesara la intransigencia interna, que desembocó en las guerras de religión entre protestantes y católicos que desgarraron a Europa durante 200 años.

Occidente se civilizó luego, gracias a la Ilustración dieciochesca. Y se acabaron las guerras por fantasiosos motivos teológicos –cuál Dios es el verdadero– para ser sustituidas por guerras por motivos prácticos quién se queda con qué–: o sea, por motivos de civilización. Y ahí, como siempre, las iglesias cristianas estuvieron a la cabeza. Todavía la nueva cruzada emprendida por el papa polaco Juan Pablo II contra el comunismo en Europa oriental se inscribía en esa empresa civilizadora. Pero en los años recientes –y otra vez desde oriente– se empezaron de nuevo a envenenar de religión las relaciones entre los pueblos. Y el Espíritu Santo respondió con las mismas armas, designando papa a un perseguidor de errores profesional y convencido: el teólogo Joseph Ratzinger, que tomó el nombre de Benedicto XVI. Como si quisiera también él (hablo del Espíritu) retornar a los tiempos de la exclusión violenta del otro, en lugar del relativismo que respeta su existencia. Y Benedicto fue un papa en la línea de Samuel Huntington, el profesor de Harvard que predicaba la doctrina del Choque de Civilizaciones.

Ojalá la paloma del Espíritu, en este cónclave del mes que viene, se pose sobre el hombro de un agnóstico. Son menos peligrosos.

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