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Todo por una foto

En estos veinte años nos hemos convertido en el país de mayor inequidad en el continente.

María Jimena Duzán
28 de mayo de 2011

Hace unos días volví a ver la foto histórica que selló la Constitución del 91 y no pude evitar pensar en lo mal que les fue a los tres firmantes de nuestra Carta Política en estos veinte años: al dirigente conservador Álvaro Gómez lo asesinaron, Antonio Navarro se desapareció de la política nacional y Horacio Serpa nunca pudo llegar a ser presidente de este país.

¿Quién se iba a imaginar que Antonio Navarro Wolf, que hace veinte años era una figura promisoria proveniente del M-19 a la que muchos le auguraban un futuro rutilante, iba a terminar convertido en una figura gris, anodina, sin mayor influencia nacional? ¿Acaso alguien se iba a imaginar que su partido, el M-19, iba a desaparecer sin dejar mayor huella y que iba a terminar absorbido por la Anapo y por el uribismo, dos movimientos populistas de derecha? ¿Quién iba a suponer que a Navarro lo iba a desplazar Gustavo Petro, un político que se inició en la izquierda y que ahora anda a la brega de hacer un proyecto personalista sustentado en valores cristianos, como él ahora lo dice? ¿Quién se iba a imaginar que Gustavo Petro terminaría eligiendo al procurador Alejandro Ordóñez, representante de una derecha religiosa, que detesta a los gays, que desconoce el derecho de la mujer a utilizar su cuerpo libremente y que quiere imponer su credo a pesar de que la Constitución del 91 dice que el nuestro es un Estado laico?

La gran paradoja es que mientras el M-19 acabó neutralizado por el establecimiento, el dirigente ultraconservador Álvaro Gómez terminó asesinado por el régimen que él mismo intentó desenmascarar en sus últimos años de vida. La justicia aún no ha encontrado a los culpables de ese crimen, pero su asesinato demostró el poder infinito que tienen las fuerzas de la corrupción que se han enquistado en el poder a lo largo de estos veinte años de vida de la Constitución del 91. Con la muerte de Álvaro Gómez, el suyo se volvió un partido sin ideario, en el que las grandes discusiones se dan cada vez más dentro de una minoría intelectual que gira alrededor de la casa Pastrana, cada vez más alejada de los poderosos caciques conservadores que han estado en el poder desde hace más de quince años y que hoy son los protagonistas de los escándalos de corrupción más lamentables.

Otro tanto se puede decir del liberal Horacio Serpa. De ese Serpa impetuoso de hace veinte años, representante del entonces todopoderoso Partido Liberal, el mismo que hablaba de justicia social y de equidad, no nos queda mucho. Nunca pudo llegar a la Presidencia porque el país siempre le cobró su lealtad al gobierno Samper, quien nos sometió a la tesis de que él no tenía la culpa de que a su campaña hubiera entrado dinero del narcotráfico porque había sido a sus espaldas. La política se fue olvidando de él hasta el punto de que hoy su ascendencia en el Partido Liberal es mínima y su poder está reducido a Santander.

Ni Gaviria, ni Samper, ni Uribe, quien gobernó con más de la mitad del liberalismo, lograron imponer sus tesis de justicia social y de equidad. En estos veinte años, por el contrario, nos hemos convertido en el país de mayor inequidad en el continente, según la revista The Economist, y el liberalismo se convirtió en el vehículo predilecto del narcoparamilitarismo para llegar al Congreso y a la política, como de hecho también le sucedió al conservatismo en estos últimos años. Ahora el partido de Serpa de hace veinte años no es sino una minoría dentro de la Unidad Nacional.

No pretendo aguar la fiesta de la celebración de los veinte años de la Constitución del 91, porque son muchas las cosas buenas que nos ha dejado esta Carta, comenzando por herramientas como la tutela, por instituciones como la Fiscalía, por una cultura política más democrática sustentada en el respeto a las minorías. Pero lo que les pasó a estos tres firmantes de la Carta refleja en el fondo cómo bajo estos avances hay retrocesos que lamentar.

Nos estamos quedando sin partidos y cada vez estamos más expuestos a experiencias caudillistas de corte personalista y populista; a candidatos por firmas que no están respaldados por partidos, sino por sus egos. Hace veinte años ni a Serpa, ni a Navarro, ni a Álvaro Gómez se les habría pasado por la mente que sus partidos estarían así de vaciados.

La Constitución del 91 acabó con el bipartidismo en buena hora, pero desde entonces no hemos podido recomponer democráticamente nuestro mapa político. Y sin partidos no hay democracia.

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