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¡Traicione a su clase!

Hay que ver los eufemismos que se inventan los medios para hablar de los delitos que se comenten en las altas esferas.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
17 de agosto de 2013

Hace poco Gabriel Silva se quejaba en su columna de El Tiempo de que en Colombia se está estigmatizando a los empresarios que se han dedicado a hacer plata honestamente. “Se ha vuelto pecado ser rico”, dice. En realidad, pasa todo lo contrario. Parece que por fin en el país se está rompiendo un viejo prejuicio social y es que si la “gente bien” se pone por fuera de la ley, la equivocada es la ley. Lo que ha existido, contrario a lo que cree Silva, es una exacerbada confianza en los apellidos, en la riqueza heredada, en la alcurnia, porque se presume que los ricos no necesitan la trampa para obtener dinero o poder.  

En virtud de ese prejuicio, a los Nule les entregaron media Bogotá (y parte del país) en concesión, y posaban de empresarios exitosos mientras literalmente se echaban al bolsillo nuestros impuestos. ¿Quién iba a creer que los herederos de semejantes latifundios en Sucre nos robarían de esa manera? Por ambición desmedida, y no por exceso de talento empresarial, es que las familias más ricas de Magdalena terminaron defraudando a Agro Ingreso Seguro, con la anuencia de los funcionarios del Estado que, de nuevo, pensaban que ley es para los de ruana.

Hay que ver los eufemismos que se inventan los medios para hablar de los delitos que se comenten en las altas esferas. Sobre la quiebra de Interbolsa, se ha dicho que hubo exceso de confianza, demasiado riesgo, falla en el cálculo o ingenuidad. Pocos se atreven a llamar delitos a esa refinada concurrencia de voluntades para hacer trampa.

Si lo de Interbolsa llegó a desastre fue porque el Estado no intervino a tiempo. Porque algunas instituciones sienten vergüenza de investigar a los poderosos, se intimidan ante ellos, incluso a sabiendas de que evaden impuestos o que han ocultado ganancias usando figuras como las fusiones, como ha ocurrido decenas de veces en Colombia.

Por esta indulgencia, alimentada por el arraigado prejuicio de que los delitos los cometen los pobres mientras los ricos incurren en errores y ligerezas, o hacen jugadas audaces, es que muchos se han acostumbrado a saltarse la ley, a torcerle el cuello a la norma. Claro, a su manera: con abogados, contadores, asesores de comunicaciones y ampulosas interpretaciones que aparentan legalidad.  

Las denuncias por la acumulación de baldíos por parte de Riopaila, Cargill, y otras, no son estigmas ni a su condición de empresarios ricos, ni al modelo agroindustrial en zonas donde este es viable y necesario. Se trata de exigir que las empresas respeten la ley, incluso si esta no les da ventaja. Así lo han hecho cientos de personas y empresas que no han requerido argucias. Pero que, por supuesto, tampoco han obtenido ganancias desmedidas en poco tiempo, como pretenden otros.

Sectores del Congreso, la justicia, y ciertas instituciones del Gobierno (como la DIAN) parecen entender que parte de la tarea pendiente de este país es convertir el Estado en un ente respetable, incluso para quienes, afincados en su riqueza, se sienten por encima de él.

Ojalá que Santos sea consecuente y no se saque de la manga un proyecto sobre baldíos con la lógica de que si a la “gente bien” no le sirve la ley, entonces se la hacemos a su medida.

Que por fin, traicione a su clase.

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