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TRILOGIA DE PEQUEÑECES

Semana
21 de diciembre de 1987

A los periodistas se nos van quedando entre el tintero las pequeñas cosas de la vida. Ello se debe a que nos sentimos atrapados únicamente por los grandes temas, acogotados por los sucesos trascendentales, extraviados en medio de los acontecimientos que le cambian el rumbo a la humanidad.
Hoy, por el contrario, vengo a este pasatiempo semanal de la columna a plantearles a ustedes tres asuntos que a lo mejor no le interesan a nadie ni van a provocar ninguna reacción. Pero es que no me aguanto las ganas.
En primer lugar, advierto con carácter perentorio que estoy convocando, a partir de este momento, a una protesta general de las personas que todavia paladeamos el placer incomparable de consumir grandes cantidades de galleta de soda.
La galleta crujiente es buena sola o acompañada. Con mantequilla, con mostaza, con mayonesa, con una rebanada de queso, con chocolate caliente o con un café con leche frío. Conozco el caso de un amigo mío, que vive en Cartagena, a quien sus allegados consideramos el "galletólogo" más importante y experto de Colombia.
Este hombre ha llegado a dominar con tal perfección el arte de la galletología, que se inventó el sánduiche de galleta: se toman dos galletas, se les mete una galleta más en la mitad, y se les saborea cerrando los ojos y pensando en los dioses del olimpo griego y sus néctares de ambrosía.
Pero ahora los galletófagos estamos realmente indignados. Hasta el punto de que hemos pensado organizar, con carácter de urgencia, el primer congreso nacional de galletómanos furiosos.
Nuestro malestar, absolutamente justificado, se debe a que -de un tiempo a esta parte- en el territorio colombiano resulta imposible partir una galleta de soda por donde es. Se supone que para eso son las llneas punteadas que trae cada galleta. No se dejen llevar ustedes, sin embargo, por las apariencias. En este país, al fin y al cabo, hay tantas cosas que se suponen, pero no son. La vida se ha vuelto travesti.
El verdadero placer de disfrutar una galleta de soda no consiste solamente en comérsela. Esa, en realidad, no es más que la parte final de la ceremonia. La degustación auténtica como en todo acto de amor, está hecha de pequeños ritos, de tardanzas calculadas, de caricias, de probarle lo salado con la punta de la lengua (a la galleta, aclaro). Y, por último, en partirla lenta, cuidadosamente, morbosamente, sin equivocarse.
Pero ya no se puede: ahora la bendita galleta se rompe por donde le da la gana. Antes de proceder a las indeseables vías de hecho -una huelga de galletas caidas, por ejemplo- hago esta última reconvención pública a sus fabricantes. O nos devuelven las galletas como eran antes, o yo no sé lo que pueda pasar aquí.
Con las frunas -en segundo lugar- ocurre algo parecido. Yo quisiera conocer al protomacho que sea capaz de desenvolver una fruna colombiana sin tener que comerse la mitad del papel junto con el dulce.
En mi casa estoy cogiendo fama de torpe -que me merezco, pero por otros motivos- a causa de que nunca he podido abrirles correctamente una fruna a mis hijos. En mi desesperación llamé por teléfono al SENA, pero me informaron que no hay ningún curso acelerado para aprender a desempacar frunas. La verdad es que estoy angustiado y ruego la caridad de darme instrucciones a quien las tenga.
Y, por último, estoy citando también a una rebelión de niños de dos años. Yo los acaudillo con mucho gusto ante las majaderias de los padres. El otro día volaba en un avión y de repente se armó un tumulto. Como le tengo pavor a esos aparatos, se me fue el alma al suelo pensando que ocurría algo grave.
Nada de eso. Era una orgullosa madre que había congregado a todos los pasajeros en torno suyo, para hacer una exhibición de circo de las maravillas que ya había aprendido su criatura, un monito pecoso. El público esperaba a la expectativa. "A ver, Cuqui -dijo la madre, sacando pecho- . Muéstrale a los señores cómo es que hace el perrito. Cómo te llamas tú. Cuántos años tienes. Cómo le dices a mamita. Cómo pone la cara Pacheco en televisión".
Todo eso al mismo tiempo, como si el niño fuera una máquina. El monito los miró a todos con una cara de profundo desprecio, les volvió la espalda y ensució el pañal. La madre insistió durante media hora. Ni una palabra del niño. "En la casa siempre dice lo que le preguntámos", se excusó la madre, roja de la ira. Y a mi me dieron ganas de besarle la nalga al bebé.
Tonterías. El niño debe reirse cuando quiere, llorar cuando quiere, hablar cuando quiere, callarse cuando quiere. Y a las madres exhibicionistas que se las lleve el diablo.
¿Que esta columna me salió como incoherente, y llena de retazos?. Ya lo sé. Pero es que los bebés escribimos de lo que queremos. Y cuando queremos. Y como queremos.

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