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TRIQUI TRIQUI HALLOWEEN

Antonio Caballero
2 de diciembre de 1996

Hasta el director de El Tiempo declara en una entrevista que el embajador estadounidense Myles Frechette debería ser expulsado del país. El Senado aprueba a pupitrazos indignados una proposición de rechazo a su más reciente intromisión en los asuntos de Colombia: la exigencia de que la extradición sea retroactiva, figura que, se escan-dalizan los juristas, se pasa por la bragueta un principio fundamental del derecho penal. El Espectador publica un áspero editorial sobre "los extravíos del imperialismo" pidiendo que se declare 'persona no grata' al "desbocado funcionario". El ministro Horacio Serpa ironiza: "Y todavía hay quienes preguntan por qué lo llaman el Virrey".Todos protestan. Pero el gringo, ahí. Más inconmovible que el propio presidente Ernesto Samper, a quien finge querer derrocar para obtener de él un aún mayor arrodillamiento: y en efecto, a cada nueva insolencia del embajador el Presidente responde con una nueva zalema. El gringo sigue ahí, no solo en el desangelado y descomunal bunker de su nueva embajada, sino en todas partes. En la prensa, en la televisión, en las rondas nocturnas del Halloween, disfrazado de vampiro y pidiendo dulces bajo amenazas: "Treat or trick", advierte, golosina o patanada, y le dan la golosina y además hace la patanada. Está en todo: en la justicia, en la política, en el comercio, en el orden público, en las relaciones exteriores, en los asesinatos políticos y en los Te Deum por los asesinados. Lo hemos podido ver incluso en los frentes de la guerra contra los miserables campesinos cocaleros, inspeccionando las tropas con aire batallador de comandante en jefe, arremangada la camisa hasta los codos como se la ponía en las Filipinas el general MacArthur para anunciar: "Volveré". No se va. Siempre está ahí. La única fuerza tan omnipresente en la vida colombiana como el embajador Frechette es el narcotráfico. Y eso irrita, sí. Pero ¿de verdad molesta?Nunca en la historia, desde la Independencia, la omnipresencia imperial de Estados Unidos les había molestado a las clases dirigentes de Colombia, que siempre la consideraron una garantía de salvaguardia de sus propios intereses. Ni siquiera cuando los gringos se robaron a Panamá hubo en esos altos círculos políticos y económicos verdaderas protestas. Por el contrario: se pusieron dichosos de recibir a cambio los millones de la 'Danza' famosa, que enriquecieron a unos cuantos privilegiados. No ha habido un solo dirigente político colombiano, nunca, que haya sido antiimperialista. Desde la oposición, algunos jugaron a ello por razones demagógicas: el López Michelsen que se decía procastrista, el Laureano Gómez que se decía pronazi. Desde el poder, jamás. Tan partidario del imperialismo norteamericano es Samper ahora, cuando libra a costa de Colombia la guerra ajena y estúpida de los cocales del Caquetá, como lo fue Laureano Gómez cuando envió a Corea al batallón Colombia para ahorrarles bajas a las tropas norteamericanas de invasión. Lo fue Turbay (con su canciller Lemos, de tan recio carácter) cuando apoyó a la alianza anglonorteamericana contra la Argentina en la guerra de las Malvinas, y Lleras cuando la expulsión de Cuba de la OEA, y todos los de turno en todas y cada una de las intervenciones norteamericanas en los asuntos internos de América Latina: cuando la invasión de Panamá para capturar a Noriega, cuando el golpe de Chile para derrocar a Allende, cuando el desembarco en la República Dominicana para restablecer, con Balaguer, el orden trujillista. Ninguna clase dirigente del mundo (ni siquiera la cubana que ahora vive en Miami) ha sido tan constante, tan sumisamente proimperialismo norteamericano como la de Colombia, desde que el general Santander, contra la opinión del Libertador Bolívar, invitó al naciente imperio a sentar sus reales en el Congreso Anfictiónico. "Respice Polum" _miremos la estrella polar_ recomendaba el manso latinista Marco Fidel Suárez. Y hacia allá hemos mirado siempre: políticos, financieros, industriales, y ahora los mismo narcos.Pues no deben engañar las críticas al intervencionismo del embajador Frechette. No es la arrogancia de sus intervenciones lo que molesta, sino la insolencia de sus modales. El ministro que ironiza sobre "el Virrey" no renuncia a formar parte de un gobierno que acata con abyecta premura los célebres '10 puntos' del sometimiento decretados por Clinton. Los senadores solo se inquietan ante la posibilidad de que les quiten sus visas para ir a comer en la Florida la misma comida basura que pueden comer aquí en los MacDonalds de la carrera séptima. La gran prensa que quiere declarar no grata la persona del embajador encuentra grata y gratificante la política de su gobierno. Y en cuanto a los 'conspis', lo que les irrita de Frechette no es que intervenga mucho, sino que no intervenga más: que no derroque a Samper. Para citar a El Espectador: no protestan contra el imperialismo norteamericano, sino solo contra sus 'extravíos'. Como si los extravíos no fueran la esencia misma del imperialismo. Como si el imperialismo no consistiera precisamente en violar los principios del derecho: desde el exterminio de los pieles rojas para quedarse con sus tierras hasta la ley Helms-Burton para impedir que alguien haga negocios con Cuba.El muy imperialista presidente norteamericano Teodoro Roosevelt aconsejaba "hablar bajito y llevar un gran garrote". Porque el imperialismo no está en el modo de hablar, sino en el garrote. Por eso a nuestros proimperialistas locales lo que les disgusta de Frechette no es el garrote, sino el tono de la voz. El triqui triqui, y no el Halloween.

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