Home

Opinión

Artículo

Tumbados y capados

Todas las exigencias de los Estados Unidos, obedecidas rapidito por todos nuestros gobiernos, agravan nuestras guerras, como es natural

Antonio Caballero
22 de noviembre de 2005

A nuestro presidente Álvaro Uribe le gusta hacer las cosas a la brava, ya lo sabemos: tumbando y capando. Y por eso quiere firmar "rapidito" el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos. Pero el tumbado y capado va a ser él -o sea, Colombia- porque el engendro en cuestión no corresponde a su título. No es un tratado, no es de comercio, y no es libre. No es un tratado que se acuerda entre iguales y para provecho mutuo: es un diktat del más fuerte ante el cual el otro no tiene más remedio que inclinarse. No es libre. No es libre en el sentido de que su firma dependa de la voluntad de las dos partes, puesto que para una de ellas, la colombiana, es obligatoria, forzada, inevitable. Y no es libre tampoco en el sentido de que vayan a ser libres los bienes que se comercien entre ambas partes, sino que, por el contrario, son productos o servicios sometidos a infinidad de exigencias (técnicas, sanitarias, etc.) en el caso de que los exporte Colombia (o directamente prohibidos, como la cocaína); y protegidos con arrolladoras subvenciones en el caso de que los exporten los Estados Unidos. Ni siquiera se puede decir que sea un tratado de comercio, salvo en la quinta acepción del término que registra el diccionario: cierto juego de naipes que se juega con dos barajas. Los Estados Unidos ordenan el juego, imponen las reglas, marcan las cartas y guardan los ases en la manga. Es un juego que parece inventado por un tahúr del Mississippi. Dicho esto, y pese a todo, ¿es el TLC bueno o malo para Colombia? Favorece a unos sectores y perjudica a otros, como es natural, aunque la suma algebraica de costos y beneficios termina inclinándose del lado de los costos. Así ha sucedido con los tratados semejantes firmados por otros países, como México o los centroamericanos, e incluso por uno de economía avanzada, como es el Canadá. Y también es natural que así suceda, pues se trata de tratados desequilibrados, de tigre suelto y burritos amarrados. Pero en el caso de Colombia las consecuencias dañinas son particularmente graves, dada una situación que el presidente Uribe se empeña en negar: que estamos en guerra. La firma -rapidita- del TLC es una de las exigencias de los Estados Unidos para seguir ayudando al gobierno de Colombia en sus distintas guerras; pero, a la vez, contribuye a agravar esas guerras. Todas las exigencias de los Estados Unidos, obedecidas rapidito por todos nuestros gobiernos sucesivos, agravan nuestras guerras, como es natural. La exigencia de la extradición, por ejemplo, ilustrada en estos mismos días con el amenazante plante de los paramilitares. O la exigencia de la fumigación de los cultivos ilícitos (con un glifosato, digámoslo de pasada, obligatoriamente comprado en los Estados Unidos, aunque el que fabrica en Colombia la misma multinacional norteamericana saldría más barato). Pero de todas esas exigencias nocivas la que tiene un efecto más dañino para Colombia es esta de la firma del TLC, porque va a afectar de manera catastrófica el sector agrario. Y es en el sector agrario colombiano donde nacen las guerras. Las varias guerras: la de la tierra, la de las guerrillas, la de los paramilitares, la del narcotráfico que a su vez traslada la guerra a las ciudades. Antes que arroz y antes que carne, antes incluso que agua, el agro colombiano produce sangre. Y tanto hacia el mercado interno como hacia los mercados mundiales, exporta sangre. Firmado el TLC sin siquiera discutirlo, como hemos visto que se dispone a hacerlo este gobierno, exportaremos más sangre todavía. Espero que los economistas alegres que andan haciendo cuentas de la lechera con los efectos del tratado tomen en consideración también esa variable.

Noticias Destacadas