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Un cachaco que odia a los costeños

El texto de Andrés Ríos no es solo un chiste de mal gusto, sino también la repetición de unos clichés televisivos que él ha interiorizado profundamente.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
2 de febrero de 2015

El artículo es, sin duda, un rosario de lugares comunes, clichés de telenovelas que han contribuido a la distorsión del paisaje idiosincrásico y lingüístico costeño Y, por supuesto, el señor Andrés Ríos, como buen amante de los culebrones de RCN y Caracol, se ha inventado un amigo imaginario para replicarlos.

Empecemos. Si hay algo difícil de borrar al interior de los grupos humanos son, precisamente, las costumbres. Estas, sin temor a equivocación, se constituyen en las huellas dactilares que componen el mapa genético de las sociedades. En los estudios lingüísticos, de los cuales dudo mucho que el señor Andrés Ríos haya leído uno serio, pues de lo contrario no habría escrito su diatriba “Contra los costeños”, la teoría de las tierras altas y bajas nos deja ver, al menos, que durante el proceso de conquista y luego de colonizaciones, los grupos humanos procedentes de España se acomodaron al espacio del Nuevo Mundo teniendo en cuenta el viejo. Es decir, los que habitaban las montañas se asentaron en los picos y faldas y los que vivían en los valles y costas hicieron lo propio.

Por eso dudo mucho que el señor Andrés Ríos se haya documentado en algo para escribir su diatriba, más allá de la inspiratio-onis latina, más allá de lo que en términos costeños llamamos mamadera de gallo. Si se hubiera documentado, lo más seguro es que habría descubierto que el español de América tiene influencia fonética de todas las regiones de España. Que, en términos lingüísticos, no existe el bien ni el mal hablar porque las lenguas son el resultado de un conjunto de dialectos. Que la costa norte colombiana, como el Caribe y las Antillas, tuvieron fonéticamente una profunda influencia andaluz. Que comerse las palabras –no sé si él se las coma— es solo un acto de supresión fonética, o elipsis, o, si se quiere, de economía verbal. Es la razón por la cual la palabra soldado, en costeñol, pasa a ser soldao. Y esa supresión, señor Ríos, que por lo general se produce en  una sílaba al final de la palabra, no la introdujeron a nuestras tierras los negritos traídos, contra su voluntad, de África. No lo olvide, es un aporte español.

Lo anterior, no solo se pone de manifiesto en lo concerniente a lo lingüístico, sino también en todo el quehacer de la vida de las mujeres y los hombres de la costa. Le explico: el vestir, por ejemplo, del cual usted hace referencia burlona en su diatriba, no solo es parte de una norma social. Este acto tan sencillo, aunque usted no lo crea, no está solo direccionado por las costumbres, sino también por factores determinantes como el clima. ¿Que en la costa todos los “corronchos” nos vestimos de blanco de pies a cabeza? No todos. Pero le aseguro que no me lo imagino a usted vestido de negro de pies a cabeza caminando por las calles de Cartagena, Barranquilla, Santa Marta o Riohacha en un mediodía. La razón es sumamente sencilla y práctica, señor Ríos, y no se la inventaron los costeños, pues está comprobado científicamente que el color blanco refracta la luz del sol y el negro la absorbe.

Es por esta misma razón que nuestras mujeres visten, generalmente, con ropa liviana. Y lo hacen no para mostrar el cuerpo, no para que el viento juegue con sus faldas y deje al descubierto sus piernas. No, señor. Es una cuestión de practicidad, la misma por la que la gran mayoría de las rolas y rolos visten de negro y abrigan sus cuerpos con yines, sacos, blusas y sobreblusas que les cubre desde el cuello hasta los pies.

Las costumbres, por supuesto, insertan también el comer. Particularmente, no me imagino a un costeño tomando changua o caldo de costilla  a las cinco de la mañana, al menos, claro está, que esté borracho. Tampoco puede registrar, ni remotamente, a un bogotano desayunando bollo de mazorca, yuca cocida, suero, queso y café con leche. Si usted cree que los costeños somos “flojos”, o “perezosos”, es porque desconoce profundamente la historia de la costa y, sin duda, la historia de la palabra “siesta”, una actividad que tiene su origen en las zonas tropicales y subtropicales del planeta. La razón: el mediodía es la hora sin sombra, el momento en que el sol se encuentra en lo más alto del cielo y nada bajo él se escapa de su calor, al menos que se esté bajo las ramas de un árbol o cobijado en el interior del apartamento u oficina.

Los que hemos vivido en este infierno que es la costa norte colombiana, como usted la llama en su diatriba, sabemos que a esa hora del día “hay que cogerla suave”. La explicación es sencilla: toda actividad muscular genera calor, y el cuerpo, como cualquier máquina, debe liberarlo para estabilizar la temperatura. Y como los humanos, a diferencia de las otras máquinas no tenemos una válvula, debemos traspirar. Por eso, a esa hora, las ciudades de la costa se paralizan. A los únicos que se les ve emocionados bajo el sol, no lo dude, caminado las calles de Cartagena o Santa Marta en busca de un espacio en la playa, son, por lo general, cachacos. Y no es paja, señor, ni a los perros se les ocurre salir a esa hora.

Ahora bien, la palabra “corroncho” que usted utiliza alegremente tiene su origen en ese abanico lexical, creativo, del hombre costeño, y es utilizada para designar a las personas de costumbres ordinarias, sin educación, y donde la condición social, creencias religiosas y lugar de nacimiento es lo de menos. Pero, como es natural, inicialmente se empleaba para nombrar exclusivamente al hombre del campo. Por eso le recuerdo que la Real Academia de la Lengua Española no inventa palabras. Y no se necesita ser un lingüista, ni un estudioso de la lengua materna para saber esto: las palabras no son monolíticas. Ellas nacen, crecen, evolucionan y mueren, como todo ser vivo. Y esto pasa, señor Andrés Ríos, porque las sociedades evolucionan, las generaciones cambian y las palabras sufren su desgaste natural.

Que usted salte ahora del sillón a decirnos que la palabra “carnestoléndica” no está incluida aún el diccionario, da risa. Hasta hace unos quince años, aproximadamente, tampoco existía la palabra “trancón”, que popularizaron los telenoticieros bogotanos. ¿Y sabe por qué no existía? Porque lo correcto, según el DRAE, era “atrancón”, ya que tenía su origen en el verbo “atrancar”.

Que el maestro Daniel Lemaitre Tono haya bautizado a Cartagena de Indias con el nombre de “Corralito de Piedra” en uno de esos momentos en que vio una nereida paseándose por las playas de El Cabrero, solo deja claro la brillantez del poeta para establecer analogías de un hecho que a simple vista podía resultar evidente pero que a nadie se le había ocurrido antes. Lo mismo va para la expresión “¿cómo estás, hijueputa?”, que a usted le produjo tanto escozor y que es empleada por los “pelaos” que se saludan en las calles de “La Arenosa” o Cartagena cuando se encuentran con un viejo amigo. Lo que queda demostrado entonces de esta situación, señor Andrés Ríos, es que ellos aprendieron a diferenciar los significados denotativos de los connotativos, cosa que, al parecer, usted no ha entendido.

En Twitter: @joarza
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario.