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Un clavo ardiendo

En realidad, cultura y violencia son tan inextricables en las sociedades humanas que se puede decir que son la misma cosa

Antonio Caballero
15 de enero de 2001

Me habían invitado a participar en un coloquio sobre guerra y cultura, o violencia y cultura, al cual no puedo asistir. Pero me quedé pensando.

Ultimamente, y en la medida en que cada día nos sumerge más la marca de la violencia en Colombia, son más numerosas las voces que se alzan para proponer la cultura como un dique contra ella. Se identifica la violencia con la barbarie, y la cultura con la paz. Me parece que se trata de una postura ingenua, y que parte de una falsedad.

No es el papel de los creadores de cultura el de evitar la guerra, ni el de fomentar la paz. Esa tarea les corresponde a los políticos, que en Colombia, al menos en el último medio siglo (para no remontarnos a ese largo episodio de violencia desaforada que fue la Conquista), han preferido incitar a la guerra y hacer imposibles las condiciones de la paz. Y lo han hecho tanto por acción como por omisión. Tampoco es la de buscar la paz, claro está, la única función de los políticos. A todo lo largo de la historia humana todos ellos, los grandes, los mediocres, los insignificantes, han querido ser siempre jefes de guerra —y muy probablemente para eso se inventaron—. Pero repito: no es el papel de los creadores de cultura, músicos, pintores o poetas (o todo lo demás) el de evitar la guerra, sino, si es el caso —si hay guerra— el de crear su obra a partir de la guerra.

Y suele ser el caso. Todas las sociedades humanas han conocido más períodos de guerra que de paz. Y, quizás como consecuencia de esto, la guerra ha sido históricamente el principal motor de la cultura: de todas las culturas, y de todas las manifestaciones de la cultura. No es un azar, sino una necesidad, el hecho de que el origen de la poesía esté en la épica, y que la lírica no haya sido sino un retoño tardío. Y el de las artes plásticas: antes de tallar estatuillas rituales de ‘Venus’ esteatopigias, que son las más antiguas que se conocen, los hombres de la Edad de Piedra tallaron hachas de piedra. El primer elemento cultural fueron las armas. Lo cual también es cierto de formas artísticas en apariencia tan pacíficas como la música o la danza: todo empezó con las danzas de guerra y con las canciones para entrar en batalla. Y esto no se limita a las etapas más primitivas del desarrollo humano, sino que ha seguido siendo cierto a todo o largo de la Historia, hasta hoy.

Lo contrario, en cambio, no es cierto. Es una falacia piadosa, o una ingenuidad rayana en la ñoñería, la de pretender que la cultura puede servir de dique para la violencia. Puede servir para exaltarla, o en el más benigno de los casos para encauzarla, pero no para evitarla. La educación, entendida como introducción del niño (o del hombre) dentro de la cultura, no tiene por objeto suprimir sus instintos, sino orientarlos. O, como diría Freud, sublimarlos. Y cuanto más alto ha sido el grado de desarrollo educativo y cultural de una sociedad, mayor ha sido su amor por la violencia y su capacidad de ejercerla. Momento en el cual entran en juego los políticos —que también son creadores de cultura— para darle sentido a esa violencia. Para dirigirla hacia la guerra externa, contra otras sociedades, o bien hacia la revolución interna, para transformar la sociedad o para reprimirla. No entro aquí a juzgar, sino que me limito a describir. La cultura —las ciencias, las artes, la filosofía, las religiones— ha crecido siempre abonada por la sangre humana. Y la flor más alta de la cultura ha sido, a su vez, la guerra misma.

De manera que no. La cultura —el fomento de la cultura, el desarrollo cultural, etc.— no sirve para evitar la violencia, ni para combatirla. En realidad, cultura y violencia son tan inextricables en las sociedades humanas que se puede decir que son la misma cosa. No sólo no es la incultura la causa de las guerras, o de la violencia en su conjunto, sino que la cosa es más bien al revés.

Entiendo, sin embargo, que hastiados como estamos en Colombia de la violencia inútil, (abro aquí un paréntesis: inútil porque no ha sido convenientemente encauzada por los políticos, que no han sabido estar a la altura de su propia misión cultural. Y en cuanto a lo de ‘hastiados’ hay que limitar el alcance del término: estamos hastiados de la violencia los que no participamos en ella; sus protagonistas, los llamados “actores armados del conflicto”, están encantados con ella. Y para ellos no es inútil).

Hastiados como estamos de la violencia inútil, entiendo que haya quien pretenda aferrarse a la ilusión de la salvación por la cultura como quien en un incendio se cuelga de un clavo ardiendo. Pero creo que lo único que sacará en limpio será quemarse también las manos.

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