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Un emperador más

Barack Obama nos ha decepcionado a los tontos ilusos. Pero es que los emperadores están ahí para eso, y si no, no sirven.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
29 de junio de 2013

La revelación hecha por un agente díscolo de la CIA de que la NSA–otra agencia norteamericana de espionaje: hay varias, y como muestra este caso se espían incluso las unas a las otras–vigila ilegalmente todas las comunicaciones de todas las personas en todo el mundo, como en la pesadilla de Orwell, puso al presidente Barack Obama a decir que el malo es Orwell. 

Y que su distopía totalitaria de 1984 es en realidad el mejor de los mundos. Dice Obama que la seguridad del Estado está por encima de las libertades civiles. Y para protegerla de sus innumerables enemigos–los terroristas, los narcotraficantes, los inmigrantes extranjeros, los traidores intestinos–los ciudadanos deben resignarse a perder hasta lo más privado de su intimidad. Como aquí con las chuzadas del DAS.

Creían los ilusos–yo mismo, a veces–que Obama iba a hacer en su segundo periodo presidencial lo que por miedo a una derrota electoral no se atrevió a hacer en el primero: cumplir sus promesas de candidato. Pero no. Decidió más bien seguir cumpliendo las promesas de su predecesor George W. Bush, a quien criticó tanto. 

Decidió desarrollar las leyes de caballos del ‘Acta Patriótica’ semisecreta aprobada por el Congreso bajo el miedo del 11 de septiembre de las Torres Gemelas de Manhattan, que ha servido de pretexto para tantos abusos del gobierno. La defensa de ahora del espionaje ilegal se escuda en eso. Y se basa en el mismo argumento usado hace cuarenta años por Richard Nixon para sus propias chuzadas del Watergate: que lo que es ilegal se vuelve mágicamente legal si así lo decide el presidente de los Estados Unidos, el cual ni siquiera necesita hacer pública esa decisión. 

Y es apenas una nueva confirmación de que todos los presidentes de los Estados Unidos se parecen como gotas de agua. Pueden ser blancos o negros, demócratas o republicanos: eso da igual. Son siempre, para empezar y en fin de cuentas, presidentes de los Estados Unidos. El peso de su cargo los arrastra. Y a todos los atrapa el remolino de los intereses del imperio, cualesquiera que hayan sido sus intenciones. 

Las de Barack Obama eran buenas, eran puras, eran nobles, o eso decía. Quería, o eso decía, reconciliar a su país con todos los demás del mundo tras el mal sabor dejado por los desafueros de Bush, por sus guerras imperialistas y sus invasiones precautelativas. Quería, decía–y todavía lo dice–, sacar a los Estados Unidos del empantanamiento de guerra perpetua en el que han vivido casi desde su fundación como nación independiente. 

Pero no solo ha proseguido Obama las guerras heredadas–la de Afganistán, en donde uno tras otro lo han ido abandonando sus aliados de la Otan, y hasta sus propios aliados afganos; la de  Irak, de donde ha retirado las tropas regulares para sustituirlas con diez mil “contratistas privados”, mercenarios a cargo del presupuesto del Departamento de Estado–sino que se ha metido en varias más: la de Libia para derrocar a Gadafi, y la de Siria en apoyo de los opositores de al Assad. 

Se dispone además a bombardear Irán si su gobierno no renuncia a tener armas atómicas, como las tienen casi todos sus vecinos y posibles enemigos: Rusia, la China, la India, Pakistán, Israel, para no mencionar a los propios Estados Unidos. Y por añadidura ha hecho matar por drones no tripulados a unas tres mil personas (la cifra es del New York Times) en varios países con los cuales el suyo no está en guerra ni siquiera “preventiva”, como llaman a las que carecen de toda justificación legal o moral: Pakistán, Yemen y Somalia. 

Barack Obama, pues, nos ha decepcionado a los tontos ilusos. Pero es que los emperadores están ahí para eso, y si no, no sirven. Se vio con Jimmy Carter, que llegó inesperada e improbablemente a la presidencia del imperio norteamericano porque tenía cara de bobo, como reacción al demasiado astuto Richard Nixon. Carter, que ha sido el único presidente sin vocación imperial desde George Washington, trató de desimperializar la política exterior de su imperio. Les devolvió a los panameños el Canal robado un siglo más atrás por Teddy Roosevelt. 

Permitió, sin intervenir con tropas ni interferir con dólares, que fueran derrocados dos de los más conspicuos perros guardianes de los intereses norteamericanos en el Tercer Mundo: el sha de Irán en Asia y el dictador nicaragüense Anastasio Somoza en América Latina. Y por esa traición a su imperio fue castigado con la pérdida de la reelección, y sustituido por Ronald Reagan. Y este hórror vacui, por llamarlo así, que obliga a los imperios a tener emperadores, no se limita, por supuesto, a los Estados Unidos. 

Un caso igual al de Carter se vio en la Unión Soviética con Mijaíl Gorbachov: un emperador antiimperialista que retiró sus ejércitos de ocupación en Afganistán y no los utilizó en Hungría, en Polonia o en Alemania para sofocar las insurrecciones locales, sino que las dejó triunfar. Y que por eso fue premiado con un golpe de Estado, por lo demás muy propiciado y aplaudido por los Estados Unidos de Reagan. 

Creo que fue el emperador romano Marco Aurelio (aunque habría que verificar esto con Google) el que escribió en sus célebres Meditaciones que un hombre decente no puede ser emperador. O tal vez al revés, aunque viene a dar casi lo mismo: que ningún emperador puede ser un hombre decente.