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Un ‘idiota útil’

Lo hacía por sentido de la decencia. Al dedicarse a la defensa de los Derechos Humanos, o sea, a la defensa de la civilización, Vázquez Carrizosa estaba siendo fiel a sí mismo

Antonio Caballero
15 de octubre de 2001

Hace 13 o 14 años, cuando arreciaba la actividad de las ‘fuerzas oscuras’ ante la indiferencia cómplice del gobierno de Virgilio Barco, circuló una de muchas listas de amenazados de muerte. Figurábamos en ella dos docenas de periodistas, intelectuales, académicos y defensores de los Derechos Humanos. Algunos fueron pronta e impunemente asesinados: Héctor Abad, Jaime Pardo Leal. Otro de la lista, Alfredo Vázquez Carrizosa, me llamó para decirme: —Usted se tiene que ir. Le pregunté: —¿Y usted no, doctor Vázquez? —Es que yo tengo 80 años: ya me da lo mismo. Y se quedó, haciendo imperturbable lo que venía haciendo desde 15 años antes; desde que, siendo Canciller de la República en los días del golpe militar en Chile, interpuso su autoridad diplomática y su voluntad personal para que docenas de refugiados en la embajada de Colombia en Santiago se salvaran de la cárcel, de la tortura y de la muerte. Se quedó en Colombia defendiendo los Derechos Humanos: la razón por la cual también a él querían asesinarlo. Todavía hoy, a la hora de su discreta defunción (a los 92 años, y en su cama), muchos se sorprenden. Alfredo Vázquez Carrizosa era un miembro eminente del Partido Conservador; pertenecía a las clases privilegiadas del país; había ocupado altos cargos en el gobierno, en el periodismo y en la universidad. ¿Por qué diablos, entonces, decidió consagrar los últimos 30 años de su vida a esa cosa de pobres, de perseguidos, de izquierdistas, de subversivos, que es la defensa de los Derechos Humanos? A ese aparente misterio le buscaron, como suele suceder en tales casos, motivos mezquinos. Resentimiento. Afán de figurar. Ambición política: quería ser, decían, candidato presidencial de la guerrilla. Yo creo que lo hacía por sentido de la decencia. Decencia es “la dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”. Al dedicarse a la defensa de los Derechos Humanos, o sea, a la defensa de la civilización, Vázquez Carrizosa estaba siendo fiel a sí mismo. No era ni un traidor de clase, como lo consideraron sus antiguos amigos de la derecha, ni un izquierdista converso, como lo proclamaron sus nuevos amigos de la izquierda. Y mucho menos un ‘idiota útil’, como lo creyeron muchos desde ambos lados. Util sí, sin duda: nada es más útil para una sociedad civilizada que un hombre decente, aunque are en el mar y predique en el desierto. Pero idiota, en ningún caso. Era precisamente la lucidez lo que le permitía entender eso que no ven los avispados y los astutos: que la civilización se nutre del respeto a la dignidad de las personas. A la decencia, virtud rara, tan poco frecuente en la derecha como en la izquierda, unía Vázquez Carrizosa otras cualidades igualmente admirables y escasas, además de la ya mencionada lucidez. El valor físico, que lo llevó a desafiar sin aspavientos las amenazas de los asesinos. El valor moral, que le permitió quedarse solo entre las incomprensiones de los unos y los malentendidos de los otros. Y el valor cívico, que le hizo anteponer el bien común a su tranquilidad personal, y sus convicciones a sus intereses. En Colombia hacen falta muchos ‘idiotas útiles’ de la horma discretamente heroica de Alfredo Vázquez Carrizosa.

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