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Un metro bien hecho

La perspectiva de padecer las obras es terrorífica. Pero es peor la de esperar a que la ciudad entera muera estrangulada por las mafias del transporte

Antonio Caballero
10 de noviembre de 2007

Pasadas las elecciones todo el mundo se volvió de repente partidario de construir el metro de Bogotá, tan criticado en la campaña por demasiado costoso. Hasta el presidente Uribe, aunque declara por interpuesto ministro Zuluaga que no habrá plata para que emprenda la ambiciosa obra un alcalde no uribista, acepta a regañadientes que la ciudad tiene derecho a endeudarse sin pedirle permiso. Sólo se sigue oponiendo tercamente a la idea el antiguo alcalde Antanas Mockus, para quien la única virtud es el ahorro. Se equivoca. Las ciudades se construyen gastando. El problema aquí es que, casi siempre, gastar ha sido sinónimo de robar.

Así que se hará el metro anunciado por el alcalde Samuel Moreno. Y se seguirá ampliando el sistema de TransMilenio ya contratado por el alcalde Lucho Garzón. Y ojalá se instalen también líneas de tranvía eléctrico -en el centro peatonalizado, por ejemplo- y se recuperen las abandonadas carrileras del ferrocarril para trenes de cercanías. Así se hace en todas las ciudades serias del mundo, y entiendo por "serias" las que no lo han sacrificado todo en el altar del carro particular. Tienen carros y taxis, y además tienen metro y tienen bus (y un carril bus que no requiere la protección de una muralla ni es necesariamente de ida y vuelta, como se han empeñado insensatamente en diseñar el de TransMilenio), y además tren y tranvía. Las más serias tienen además canales con barcos de transporte público. Ámsterdam, que en este aspecto es tal vez la más seria de todas, está además construyendo una nueva línea de metro -la quinta- por debajo de los canales y de los barcos. Y, claro está, fue la pionera en eso de tener bicicletas y ciclovías.

Pero hablo de ciudades serias. Bogotá no lo ha sido nunca. Porque las autoridades municipales, tanto las designadas a dedo de otros tiempos como las elegidas actualmente por voto universal, se la han entregado a la voracidad de las mafias del transporte, por complicidad o por cobardía. Y esas mafias se han encargado de volver la ciudad inhabitable. Por eso se han opuesto siempre a la construcción del metro, y sólo toleraron la insuficiente solución de TransMilenio a cambio de que se les diera una jugosa tajada en el negocio: a ellas les corresponde las ganancias y a la ciudad las pérdidas. Y sin renunciar al negocio anterior de los buses subsidiados y las rutas monopolizadas; cobrando, eso sí, el nuevo subsidio de chatarrización que pagan en sobrecosto los usuarios, pero sin chatarrizar sus viejos buses para destaponar las calles a donde los envió la transmilenización de las arterias principales. A esas mafias codiciosas y poderosas ningún alcalde ha sido capaz de imponerles ni siquiera la elemental obligación de pagarles a los choferes de bus salarios fijos y de fijarles horarios humanos de trabajo, única forma de acabar con la criminal 'guerra del centavo' de la cual se derivan -además de la desesperación de choferes y pasajeros y peatones y demás automovilistas- la ausencia de paraderos y la ocupación simultánea de todos los carriles.

Tampoco ha habido nunca seriedad -ni en Bogotá ni en el país- en las contrataciones de las obras públicas. El contratista que gana una licitación -lo acabamos de ver otra vez con la del aeropuerto El Dorado- cambia de inmediato los términos y los costos y las especificaciones y por añadidura demanda a la Nación (o al Distrito o a la alcaldía menor) por incumplimiento, y gana la demanda ante un a menudo corrupto tribunal de arbitramento. El metro de Medellín, por ejemplo, va costando ya seis veces su ya desaforado presupuesto inicial, y todavía faltan, según me dicen, varias demandas por ventilar. Cuando hace ocho años el entonces alcalde Peñalosa quería hacer también él su metro de superficie me asombré yo en esta revista de que las previsiones triplicaran el costo de la recién inaugurada ampliación del metro de Madrid, que era dos veces más larga y además subterránea. El funcionario encargado del proyecto me salió entonces con el cuento de los costos del metro de Toronto, el cual no sólo va enterrado sino que pasa por debajo de los ochenta metros de profundidad que tiene el lago Ontario. Así lo acaba de repetir en su columna Daniel Coronell, citando otros casos de costos notablemente menores que los calculados para Bogotá, que son de más de 100 millones de dólares por kilómetro; el de Maracaibo, de 46 millones, o el asombroso de Bilbao, de sólo 21 millones, pese a que sus estaciones fueron construidas por el arquitecto Norman Foster, que es el más caro del mundo.

Y eso es porque allá se roba, como en todas partes. Pero se roba menos que aquí.

Esperemos que en las necesarias obras del metro no se robe demasiado. Y que sean ambiciosas. Que no se haga un metrico presuntuoso y barato (aunque carísimo) como el elevado de Medellín, que es como la cicatriz de un latigazo en el rostro de la ciudad. Sino un metro en serio; subterráneo (a precios de Madrid o de Bilbao) y con las ambiciones del de Ámsterdam: conectado a trenes de cercanías y a vías de TransMilenio, y, ya dije, a tranvías. La perspectiva de padecer las obras de excavación es terrorífica, sí. Pero es peor la de esperar a que la ciudad entera muera de asfixia estrangulada por las mafias del transporte.

Samuel Moreno ha hablado ya bastante como candidato. Como alcalde le toca empezar a cumplir. Bogotá se la juega. Y el Polo también.

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